12.2 - Principessa di rubino

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El gran jardín de la mansión Pierre estaba cuidado con esmero

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El gran jardín de la mansión Pierre estaba cuidado con esmero. Oí alguna vez, de un Valentino ebrio y bocón, que el de los D'razzo era su igual complementario. Flores donde nosotros teníamos árboles. Caminos sinuosos mientras los nuestros eran rectos. Distintos colores, mucho más moderno donde lo nuestro era victoriano. Todo era diferente, a excepción de la pérgola en el centro del jardín y el estanque que la rodeaba.

La nuestra era negra, la de ellos era blanca. Idénticas. Las dos familias las encargaron a un mismo artesano cuatro generaciones atrás. Los Pierre tenían la suya cubierta de enredaderas de rosas, con sus espinas al aire, amenazantes y bellas. La de los D'razzo era una explosión de flores rosadas y lilas. Lavanda. Mucha lavanda.

Yo no pregunté cómo era que sabía tanto del jardín de los D'razzo. Tras un simple interrogatorio conseguí que me dijera cuántas salidas tenía, por dónde, qué plantas tenían, su historia. No tenía intención de acercarme a ese terreno, pero la información me era valiosa. La resguardaba celosamente en el fondo de mi memoria fotográfica.

En la pérgola de los Pierre, con el teléfono en la mano y la otra colgando sobre el estanque, no dejaba de pensar en cada hermano. En especial, en los tres menores. La sonrisa solar de Matteo, la eléctrica naturaleza de Valentino, la austeridad de Alessandro.

Me froté los brazos, protegiéndome de la brisa con los guantes de cuero. La barandilla se clavaba en mi pecho. Tenía ambas piernas recogidas en la banca, debajo del cuerpo, subiéndome a una altura en que podía recostarme sobre la baranda. Levanté un pétalo caído de intenso color rojo mientras escuchaba a la voz al otro lado de la línea. Me infundía tranquilidad, lo que necesitaba para no sucumbir a mis deseos de lanzarme a la yugular de Dante.

No entiendo, ¿por qué parece que te molesta?

—Dante me está tocando los ovarios, ¿qué te parece?

Distinguí su suave risa.

Hablo de tu padre, me suena a que no estás convencida con la herencia.

Suspiré. Me dejé caer en la banca, rendida a las apariencias. No había nadie para juzgarme si dejaba de fingir por cinco minutos.

—Es que... —vacilé—, ¿y si no me lo merezco? ¿Y si me queda muy grande? Ahora que todo está al alcance de mis manos... Yo...

Preciosa, no empieces con eso —pidió con un tono encantador—. Viajas al menos una vez a la semana, apenas duermes por dividirte entre esta ciudad y tu padre, te esfuerzas como nadie, te mereces ese lugar tanto o más que tus hermanos.

Sus palabras me ayudaron a respirar. Sin embargo, seguía teniendo algo picando en mi nuca, la sensación de que sin importar cuánto hiciera, nunca sería suficiente. Quería ser perfecta y la perfección era inalcanzable. Quería algo que empezaba a parecerme un llano imposible.

Él lo notó.

Reina, dime quién eres.

Resoplé, sin gracia.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora