20 - Secretos de estado

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Entré quitándome la camiseta del trabajo, haciéndola una bola y lanzándola a la cama

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Entré quitándome la camiseta del trabajo, haciéndola una bola y lanzándola a la cama. Me subí de un salto y me asomé a los estantes, pero mi ansiedad se convirtió en un gruñido exasperado al revisarlo.

—¿Dónde estás? —mascullé al aire.

Me dejé caer de rodillas en el colchón. Removí la ropa en la silla, quitando las prendas de la cima y echándolas al costado, mezclando el montón como una pila de basura. La botamanga de un pantalón se me enganchó con la cama y lanzó al Himalaya de tela al suelo. Retrocedí por instinto, como temiendo que esa montaña me aplastara y enterrara vivo.

Suspiré hastiado, dejando que mi torso descubierto se hinchara con una profunda inspiración.

—Carajo...

La cola de Meg golpeteó las baldosas del pasillo con entusiasmo burlón.

Me eché al suelo con el pecho contra el frío linóleo. Había demasiadas cajas para alcanzar el bolso al fondo. Hice a un lado una vieja patineta rota y desgastada, cajas de libros viejos donde escondía la droga. Una gorra se me clavó en el estómago y la lancé para que molestara en otra parte. Alcancé a rozar la tela con las yemas. El hocico de Meg apareció junto a mi rostro, intentando aprovechar la oportunidad para lamerme la mejilla.

Un portazo. Meg desapareció, sus uñas se escucharon resbalar.

—¿Dónde estás? ¡¿Dónde mierda estás?!

Sus chillidos se hicieron más irritantes a más se acercaba. Me asomé a tiempo para verla arremeter contra la puerta. El picaporte dio con tal fuerza contra la pared que cayeron pedazos al suelo.

—¡Ten cuidado!

Sus ojos centellearon como los de un toro enfurecido. Desde abajo, sus fosas nasales se notaban expandirse en pesadas inspiraciones. Cuando vio que me levantaba, me pateó la pantorrilla. Me retorcí encima de la ropa gastada y los poemas manchados por patas embarradas.

—¡Sal! ¡¿Estás loca?!

—¡Me dejaste ahí!

Se me lanzó encima como una pulga pequeña y salvaje. Intenté protegerme el rostro de sus arañazos. Tiritaba, su cuerpo ardía. Hice lo posible por no lastimarla en el forcejeo, pero era difícil ver lo que hacía en el vuelo de uñas. La tomé por las muñecas y la empujé. Trató de agarrarse de algo por reflejo y sentí el rasguño profundo que dejó en mi pecho, sobre el corazón.

Ambos nos incorporamos a la vez. Hizo una bola con mi camiseta y me la lanzó.

—¡Me dejaste tirada!

—¡Sí! —repliqué, devolviéndole su mirada fulminante—. Te lo ganaste. Te dije que no voy a ayudarte siempre.

Boqueó tontamente, anonadada por la rabia. Venas rojas explotaban en sus ojos cristalizados. Incapaz de hablar, se levantó con movimientos torpes.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora