Epílogo

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Algunas pocas personas circulaban distraídas con la vida nocturna del centro de la ciudad; las luces de neón del teatro cruzando la avenida, un supermercado con su cartel de 24 horas pintando de rojo la calle, el del semáforo, el de un bus vacío q...

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Algunas pocas personas circulaban distraídas con la vida nocturna del centro de la ciudad; las luces de neón del teatro cruzando la avenida, un supermercado con su cartel de 24 horas pintando de rojo la calle, el del semáforo, el de un bus vacío que pasaba. El rojo lo cubría todo en esa noche sin luna.

Caminé por la entrada entre penumbras del acuario, con el fulgor de las frías luces blancas, casi azulinas, de los focos en el jardín de los carteles informativos guiándome. Había una rendija en la verja negra, apenas visible. Con pasos dubitativos, empujé. Las bisagras lloraron al abrirse.

Pasé adentro, al oscuro vestíbulo del acuario. Mis pasos resonaron entre el murmullo de motores y pacífica agua. Me armé de valor y avancé por el pasillo.

—¿Hola?

Siluetas negras se movieron en las peceras incrustadas en las paredes, huyendo del eco en la solitaria noche. Tardé en acostumbrarme a la tenue luz azulada, y no distinguí nada nuevo al hacerlo, ni un alma.

¿No debía haber guardias, aunque fuera?

Se me erizó la piel y tuve que acariciarla a través de la manga de jersey para relajarme. Deambulé con cautela, echando vistazos a los puntos escondidos por la negrura de las habitaciones.

Me paralicé al sentir una presencia detrás de mí, al final de las escaleras centrales. Alcé la cabeza despacio.

Un chico me observaba. Me estudiaba. Escondía las manos en los bolsillos de una chaqueta ennegrecida por la oscuridad y bajaba los escalones con un paso que era apenas un susurro de los ruidos que tan claros se oían en el acuario vacío.

Enderecé la espalda, ahuyentando la inquietud de mis latidos.

—Pierdes tu tiempo —dije antes de que pudiera hablar—. No soy nadie y no sé qué quieres de mí.

El chico esbozó una ligera sonrisa, enigmática por la oscuridad que le llegaba hasta los ojos.

Una sonrisa encantadora.

—Al menos permíteme presentarme, ¿no?

Cerré la boca, atenta a cualquier indicio de amenaza en él. A pesar de la discreción con la que se confundía con las sombras, no encontré el peligro en él, no de una manera siniestra como esperaba. No era como el rubio de la última vez, cuya presencia me hacía sentir como una carta en el mazo de un tramposo; este despertó una profunda curiosidad en mí al extender una mano enguantada, haciendo saltar uno o dos latidos.

Un destello rápido se reflejó en la montura metálica de sus lentes al inclinarse.

—Soy Ángel. Ángelo, si prefieres —dijo. Unos mechones de cabello le cayeron sobre los lentes, en un gesto cómplice—. Es un placer.

Dudé antes de tomar su mano. La dureza del guante fue inesperadamente cálida.

—Es toda una primera impresión.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora