17.2 - Noche suspendida

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Anahí reía a carcajadas limpias cuando subió los pies al caño del carrito de supermercado, dejándose arrastrar a través del estacionamiento vacío

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Anahí reía a carcajadas limpias cuando subió los pies al caño del carrito de supermercado, dejándose arrastrar a través del estacionamiento vacío. Se inclinó hacia delante, con el vientre contra el manubrio y su cabello enredado metiéndose entre las rejas del carrito. La iluminación colorida del enorme cartel del supermercado pintaba su figura en la noche, la convertía en un nubarrón de azul, rojo, amarillo. Se dejó caer dentro del carrito, mascullando algo sobre «su culo» entre sus alaridos de alegría.

Insanamente risueña, histéricamente energética, me miró con sus ojos de loba a metros. Cuando el carrito perdió impulso, se arrodilló dentro y se recargó sobre el manubrio, observándome, analizándome, desafiando la física para caber dentro sin tirar para adelante el carrito.

—¡Empújame!

Parpadeé confundida.

—¿Perdón?

Usó su cuerpo para impulsar el carrito hacia adelante con rápidos empujones.

—¡Vamos, diviértete un poco! ¡Empújame!

Lo estaba haciendo incluso antes de pensar en mis acciones; tomé el manubrio por los bordes, a milímetros de sus manos, e hice fuerza... demasiada.

El carrito perdió el equilibrio en el camino, volteándose sobre ella. Chilló y yo brinqué. Aterrizó con reflejos torpes, golpeándose la mandíbula y raspándose las manos y la cara. El carrito cayó sobre ella, enjaulándola. Encogió los pies cuando el borde le dio contra la piel descubierta.

—¡Auch! —gimoteó, estallando luego en una nueva carcajada—. ¡Qué fuerza, nena!

Me acerqué balbuceando disculpas apresuradas. Me arrodillé para quitarle el carrito de encima, intentando maniobrar entre sus sacudidas maniáticas. Hebras de cabello se le habían enredado entre las rejas del carrito y tiraban de su cabeza, quebrándose en mis intentos brutos de sacarla. Sus ojos quemados conectaron con los míos detrás de la melena enmarañada.

—¿Qué haces para divertirte?

La sorpresa congeló mis dedos enredados.

—Leo.

—¡Lees! A mi hermano le gusta leer —comentó, chillando entre jalonadas de cabello—. Lee muchas ñoñadas, le gustan los griegos. Yo pensé que era señal de que se uniría al lado oscuro y seríamos un dúo gay, pero resulta que cada hombre con el que se cruza es un hombre al que odia. Supongo que en eso sí nos entendemos —musitó, frunciendo el ceño como si fuera capaz de bloquear el dolor cuando las ideas surgían—. ¿Tú también quieres patear algunas pelotas?

Callé un segundo, tratando de comprender la pregunta.

—No, no soy fan del fútbol.

Silencio. Escupió una risa momentánea, luego pareció pensarlo mejor.

—Ni yo.

De un empujón se quitó de encima el carrito, echándolo con estrépito en el cemento. Me ofreció la mano, esperando a que la ayudara a levantarse.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora