21 - Perro suelto

36 5 133
                                    

Estacioné la camioneta en la banquina de la carretera

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Estacioné la camioneta en la banquina de la carretera. Pasó un solo auto en sentido opuesto, haciendo más notoria la soledad nocturna. Me recliné sobre el volante y estreché los ojos, buscando con desconfianza entre las sombras.

Nada. Nadie.

Miré el reloj; habían pasado más de diez minutos desde la una de la mañana, quizás su orgullo le hizo irse.

Al apagar el motor, el silencio producido por el corte repentino de la radio se hizo inquietante. Abrí titubeante la puerta, golpeándome la pierna por instinto para llamar a Meg, pero ella no estaba ahí.

Cherry era la única persona por la que era capaz de dejar a Meg atrás, a pesar de lo mucho, mucho —realmente, mucho— que quería lanzársela encima para que le masticara la pierna un rato, a ver si la renguera le quitaba lo engreído a su forma de caminar.

Saqué el bolso de la camioneta, quebrando la calma con el choque de metal con metal entre las latas, y me lo eché al hombro. El morral me golpeó las costillas. Torcí el cuello hacia el espectacular que se alzaba a unos pasos, intentando abarcar desde una altura de unos diez metros las carreteras que se entrecruzaban allí. Sus reflectores lo alumbraban como el punto de control de un videojuego. Habían puesto un nuevo anuncio político, y, como cada vez, era mi deber cubrirlo con algo mejor. Solíamos hacerlo todo el tiempo con Franco antes de que lo encerraran.

Lo rodeé, metiéndome entre la altísima y oscura maleza para llegar a la escalera. Trepé sin dificultad, casi sonriendo por la brisa que me daba de frente. La ciudad comenzó a mostrarse ante mí como un horizonte hecho de edificios, de luces tragadas por la madrugada, fuera del alcance de mis dedos destructivos.

Lancé primero el bolso a la plataforma para poder subir mejor. Tenía medio cuerpo arriba cuando el cañón de una Glock apuntándome me paralizó.

Sentada en la baranda, en un perfecto equilibrio gatuno, Cherry se sujetaba con una relajada mano y con la otra me amenazaba. Su cabello volaba con el viento hacia la ciudad lejana, y los reflectores lo hacían brillar como si sus hebras estuvieran recubiertas de un fino baño de plata. Su sonrisa escarlata era apenas una curva altanera, un arma por sí misma.

Gruñí con desagrado, más molesto por mi susto que por ella. Me incorporé en la plataforma, ignorando la amenaza y causando un pesado eco con cada movimiento que hacía.

—Llegas tarde —acusó.

—¿Qué pasa? ¿Te ofendí?

Curvó una ceja. Era impresionante cómo los más mínimos gestos suyos sacaban lo peor de mí.

Se deslizó de la barandilla como seda, aterrizando sin hacer ruido en su calzado deportivo inmaculado, evitando el casco de motocicleta que descansaba en el suelo, rojo, pulido a la perfección. Sus pisadas no emitieron más que un susurro de eco metálico. El piercing en su nariz reflejó con delicadeza las luces blancas como una finísima medialuna.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora