13.2 - Perro rabioso

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Observaron la escena en silencio

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Observaron la escena en silencio. Alessandro avanzó, cortando los largos metros que nos separaban con sus largas piernas. Una jaula, dos, tres... Apiladas una sobre la otra, él era el único que llegaba en altura hasta el techo de las de arriba. Los perros enloquecieron, le mostraron las fauces y se rasgaron la garganta para ladrarle a puntos dolorosos.

A dos metros se detuvo. Cruzó los brazos y esperó alguna nueva señal de Cherry, que mantenía la misma actitud impasible de antes. Incluso él se veía pequeño bajo ese techo abovedado de tantos metros de altura.

—¿Tadeo? —ella me provocó, atrayendo las miradas perdidas.

Le di la espalda a su hermano, pero seguí sintiéndolo detrás de mí. El fantasma de aquella paliza también rondó en el aire, devolviéndome algunos dolores olvidados e inquietudes que no quería admitir. Habían pasado ya dos o tres semanas y seguía sintiéndolo en la carne.

—La cagué otra vez —corregí a regañadientes, como ella quería.

Los pasos de plomo que escuché por detrás se adelantaron hasta que lo llegué a ver. Cuando me di cuenta, Alessandro ya estaba a nada de distancia.

—¿Así pides perdón? —Con sus manos huesudas me sujetó del cabello, tirando del cuero cabelludo hasta que pensé que lo arrancaría, y me lanzó al suelo. Me pateó la pierna a la vez para que no pusiera resistencia. Con un doloroso gemido, caí de rodillas al suelo.

Oí risitas nerviosas y no tanto, entre las que se coló un «en el piso como un perro» de alguno de los testigos.

Cuando me quise levantar, sentí el frío cañón de una pistola posarse en mi cabeza. Me quedé quieto, con una rodilla en el suelo y la otra lista para levantarme. Oí el inconfundible seguro del arma. Contuve el aliento.

—Dije: al piso —repitió, perdiendo el escaso acento italiano que le quedaba gracias a la fuerte pronunciación—. En cuatro patas.

Al principio no hice nada. Luego, cuando la presión del cañón me cortó la circulación y comencé a notar la sangre golpearlo para pasar, doblé la pierna que quedaba y apoyé los nodillos sobre las virutas sueltas en el piso. Me encontré de frente con una colilla de cigarrillo a medio acabar, pisoteada, gris de tan sucia, que podía llevar ahí un día o diez años.

—No te hagas el duro, Tad. —Con ese tono de inocencia, Cherry se inclinó para verme el rostro—. Creo que no te oí bien, ¿qué decías antes?

Le enseñé el más profundo odio que fui capaz. Los ladridos siguieron tan fuertes como antes, sin poder acallar las risas y sus murmullos indiscretos.

—Que te vayas a la mierda.

Eso sí los calló. 

El arma me empujó la cabeza hacia adelante con violencia, pero supuse que no haría nada sin la aprobación de la chica, cuya sonrisa se había ensanchado como si hubiera dicho lo que ella quería, como si estuviera siguiendo el exacto libreto que ella ya tenía escrito.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora