22.1 - Dime que está muerto

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Con Franco libre pudimos apreciar mejor su ausencia

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Con Franco libre pudimos apreciar mejor su ausencia. Algunos lo mandaron a la mierda en una tarde, yo incluido.

Estaba tan entusiasmado por su libertad que apenas nos daba espacio para respirar. Yo le seguía el rollo, en especial porque el único otro lugar que tenía para ir era mi casa, donde me esperaba una Ana furiosa por arruinarle la oportunidad de engatusar a una chica nueva. Ni siquiera podía hacerme una idea de a cuál de todas se refería cuando me gritó por eso.

De todas formas, no se rendiría. Me di cuenta de lo segura que estaba de llegar a esa chica, fuera quien fuera.

Tras dos semanas ajetreadas, Franco compensaba su fastidiosa personalidad con el dinero que conseguía mover. Tenía algo especial para incitar a la gente a apostar al inminente perdedor; al final del día, las peleas de perros eran más productivas con él.

Esa noche particular él estaba de piesobre una de las jaulas, llamando la atención de al menos dos docenas de personas. Yo lo observaba apoyado sobre la baranda del pasillo del primer piso, con el interés en él y un encendedor del que salían chispas a cada rato, como un juguete para mi ansiedad. Me sentía como uno de los guardias que durante cinco años tuvieron que vigilarlo.

Golpeaba con un tubo oxidado las rejas para atontar a los perros. Los más asustados ladraban con desesperación, mientras los más peligrosos se mantenían callados,apachurrados en un rincón conheridas, drogas y cansancio eterno sobre ellos. La gente acababa apostando por los que ladraban y perdiendo de constante.

Procuraba hacer todo lo que debía sin mirarlos o ceder a la bilis que cada tanto me subía por la garganta.

A la hora de la primera pelea, no me quedaba nada que hacer. En realidad, desde el principio yo no pintaba nada en la acción. Mi papel era el de alimentar a diario a los perros y vigilar que sus jaulas estuvieran en condiciones. Era el que menos dinero se llevaba, pero también el que menos se implicaba. Me daba igual mientras no los dañara.

Al principio me estremecía al ver el ring después de las peleas cubierto de sangre, sudor y lágrimas caninas. Tras la resignación de que no podía hacer nada por sus miradas aterradas fue que vino la resignación absoluta; hacia ese calvario, hacia lo asqueroso de la sociedad, hacia la vida de los demás.

Llegada casi la hora, mientras Toro se encargaba de enervar a la turba en el cuadro dentro de la fábrica y los demás movían a los perros, decidí salir por la puerta trasera. Franco se asomó al área de descanso y me descubrió en el acto. Por cómo se lanzó a detenerme, supuse que me estaba buscando.

—¿A dónde vas? ¡Apenas vamos a empezar!

Ese olor desagradable al que estaba acostumbrado me rodeó con su cercanía.

—No tengo ganas de quedarme.

Yo sabía que Franco apreciaba que fuera directo,también que eso le daba el pie a que me llevara la contraria. Me tomó por los hombros y me hizo dar la vuelta en un confuso movimiento y me llevó de regreso.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora