26 - Reenvía

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A los nueve años, la directora del orfanato le consiguió a Cherry un cubo Rubik

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A los nueve años, la directora del orfanato le consiguió a Cherry un cubo Rubik. Pasó semanas anotando los algoritmos que iba descubriendo sola —no teníamos tutoriales de YouTube entonces— hasta que consiguió dominarlo. Hacía años que se aburrió de ellos, pero en ese entonces los resolvía en treinta y seis segundos.

Y sabía que eran treinta y seis porque ella los contaba. Mentalmente, por supuesto, gracias a su fijación con el segundero. Esa fue a los seis. Y su devoción nada secreta por contarlos en los cambios de los semáforos inició en la escuela, cuando le tocó sentarse junto a una ventana con vistas a la calle en una clase de matemáticas demasiado básica para ella. Eso hasta que descubrió que podía utilizarlas para contar más rápido los ladrillos de una pared. Once años.

Un año atrás se obsesionó con las ganzúas, una evolución de su anterior obsesión con las llaves —había trabajado por un corto tiempo con un cerrajero en sus días de vagabunda—. Las últimas semanas tocaron las aperturas de ajedrez.

Tenía la inteligencia y perseverancia para dominar cualquier actividad que se propusiera, pero sus habilidades sociales eran otra historia.

Porque Cherry no tenía amigos.

Nadie en el Titanio habría dicho que le agradaba la jefa, al menos no para sentarse a beber un trago con ella como lo hacían conmigo.

En la habitación oculta tras un cartel que anunciaba un baño de discapacitados fuera de servicio, ese cambio era palpable. La mesa de póker reía a carcajadas sin su intimidante sombra acechando.

Tenía una buena mano conmigo y podía leer demasiado bien el lenguaje corporal de mis adversarios. Quién estaba emocionado, quién nervioso, quién desesperado.

—Paso.

—Paso.

—Paso.

Extendí mi apuesta al centro de la mesa.

—Duplico.

«¡Uuh!», murmuraron, ansiosos por ver lo que haría el que quedaba en juego. Iba a ganarle, podía leerlo en su cuerpo.

Enseñé mis cartas: póker de ases.

Gané la ronda y mis compañeros gritaron su emoción, zarandeándome mientras recogía mi botín. En ese momento, alguien se asomó a la habitación, llevando una distendida sonrisa.

—¡Eh, Ángel! ¡Te buscan!

Me levanté, acompañado de sus abucheos.

—¡Quédate, quiero verlo a este saliendo sin pantalones!

—¡Ja, sí, le estás dando una paliza! ¡No te vayas!

Guardé mis cosas y salí hacia el pasillo, al aire estancado entre las paredes cerradas del bar. Saludé al par de sujetos que esperaban con un apretón de manos efusivo, como a unos amigos de toda la vida.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora