3.2 - Cuidar de uno mismo

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—¿A dónde vas?

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—¿A dónde vas?

—Al trabajo.

Ignoró mi desprecio. Permaneció allí mientras Meg subía a la camioneta. Una puntada explotó en mis costillas cuando bajé del cordón de la acera, reteniéndome mientras rodeaba la camioneta. El momento a Ana le sirvió para correr.

—Entras más tarde —me acusó. Se recargó contra la puerta para que no pudiera abrirla—. Dicen que van a volver con las peleas, ¿es verdad? ¿Te vas por eso?

Su cabello se reflejaba en la ventanilla sucia y le quitaba toda forma a su cuerpo poco femenino. Intentó mantener una postura firme como cuando quería ser tomada en serio, pero se siguió viendo igual de infantil a mis ojos.

—¿Qué te importa?

Se plantó como si fuera parte de la calle. La tomé del brazo y, con un movimiento que nos dolió a los dos, tiré de ella. Pudo estabilizarse a tiempo para no caer.

Quise usar la oportunidad para entrar a la camioneta. Cerró de un portazo.

—Tomaré esas clases si me dejas ayudarte.

Un par de autos pasaron, algunos casi rozándonos y otros evadiéndonos por innecesarios metros. Ignoramos los bocinazos que acompañaron el vuelo de su holgada ropa. En lugar de estar decidida, como se pretendía mostrar, identifiqué en ella la alteración que yo mejor que nadie conocía. La observé un segundo, intentando descifrarla.

—¿Por qué querrías eso?

—Necesito algo de dinero.

—Entonces encuentra un trabajo de verdad —respondí—. Eres una niña, no tienes por qué meterte en estas cosas.

—¡Eso no es cierto! Puedo cuidarme sola —intentó defender su orgullo herido.

—No, no puedes. Y yo no voy a hacerlo —declaré, dejando pesar aquello para que lo tuviera bien claro en la mente—. Hazme caso, aléjate.

Rezongó, dándome la razón en que era una niña.

—No tiene que ser algo grande, solo quiero un poco.

—¿Para qué?

Se mordió la lengua. Esperé con paciencia la conocida respuesta. Había una única cosa por la que ella sería capaz de hacer lo que fuera.

—Quieres dinero para drogas porque no sabes dónde las escondí esta vez —completé por ella—. Vamos, Ana, te conozco.

No se sintió avergonzada o afligida; no demostró nada más que molestia por lo evidente que era.

—Eres un mal comunista.

Solté una carcajada. Desde pequeña había sido su forma de llamarme egoísta.

—El comunismo es una mierda.

—El capitalismo es una mierda.

Me hizo sonreír la declaración impensada. La hice a un lado, esta vez sin fuerza.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora