8 - Renegada

45 7 122
                                    

Estiré la mano hacia arriba, con los dedos a escasos centímetros de rozar el techo

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Estiré la mano hacia arriba, con los dedos a escasos centímetros de rozar el techo. Ni siquiera deseé mirar hacia abajo, donde numerosos metros me separaban del suelo. Los rayos del sol se colaban por encima de mí y se encontraban con mis párpados. Estiré los dedos un poco más... otro poco...

Y me dejé caer.

La tela se deslizó por mi piel con gracia. Comencé girando lentamente, con las piernas formando cuidadosos dibujos púrpuras en el aire, y me dejé llevar por la gravedad. Giré tan rápido que dejé de ver lo que me rodeaba. El mundo no fue más que colores y rayos del sol y tela y gritos y voces susurradas. La tela me acarició el vientre, brazos, mejillas. Distinguí algunos aullidos que trataban de detenerme. Seguí cayendo, girando como un planeta cuya estrella era la tela. Con la velocidad crecieron los gritos que clamaban mi nombre. Más rápido. Más.

Y me detuve.

El cambio repentino hizo que la tela tirara de mi cabello y rompiera el elástico que lo ataba. Este cayó dibujando con sus ondas despeinadas la forma de mi rostro. Las puntas rozaron el suelo, con la dulzura de una romántica. Mis piernas quedaron enroscadas en dirección al cielorraso. Mis ojos, que volvieron a ver el mundo con nitidez, se encontraron con las líneas de la madera del suelo. Parecían ser dibujadas por mi cabello. Seguían el mismo color opaco y las figuras caóticas que nunca peinaba, demasiado endemoniado para llegar a considerarlo lacio.

El público volvió a respirar cuando me vieron deslizarme para apoyar los dedos del pie, como si algo de gracia habitara en mí y no fuera puro caos. La primera en reaccionar fue la profesora, que perdió los siguientes minutos en un sermón inútil.

Blah, blah, blah.

Mientras pretendía que la escuchaba como un tierno cordero arrepentido miré arriba, a los tres pisos que me separaban del punto que segundos antes había rozado. Allí podía ver el extremo de la tela.

¿Cómo se me ocurría? ¡No puedo hacer eso! ¡No podemos subir hasta el techo! ¿Y si me lastimaba? ¡Y bajar a esa velocidad! ¡Apenas y me sujetaba a la tela! ¡A nada estuve de desnucarme!

Fingí que lo lamentaba para que me permitiera ir por mis cosas. La adrenalina seguía corriendo por mis venas, rogando por más. El riesgo había revivido mi alma un segundo y me llamaba por más. Era una necesidad vital. Quería caer, incendiarme, que la física jugara conmigo y sobrevivir en el último segundo.

¿Cuál era la gracia de la vida sin un par de quemaduras para narrar? Esa frase la había leído de casualidad en un poema que Tadeo no sabía que encontré.

Pocos entendían la excitación de rozar la muerte y burlarse en su huesuda cara.

Subí las escaleras que llevaban al primer piso del gimnasio, el cual no era más que un pasillo que se movía por los bordes de la estructura por el que uno podía atestiguar todo lo que sucedía abajo desde el punto que estuviera, como en los palcos de un teatro o en el patio de una prisión. Tad había mencionado que era como algo que llamó "panóptico".

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora