29 - De cero a uno

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Vendaron la mano izquierda con eficacia, cubriendo desde el antebrazo hasta las puntas de los dedos

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Vendaron la mano izquierda con eficacia, cubriendo desde el antebrazo hasta las puntas de los dedos. Varias manzanas fueron afectadas por el vandalismo y habían tardado en llegar a nosotros. Decenas de muertos, cientos de heridos. Papá no quiso escuchar a Lili cuando le dijo que ella no sabía nada de lo que iba a pasar, aunque sí me escuchó a mí cuando nos encerró a los dos, excluyéndola por completo.

Se las había arreglado para sacarnos de los problemas desde antes de que pudiéramos tenerlos. 

Era ya la mitad de la tarde cuando me ordenó que subiera al auto. Antes de salir, eché un furtivo vistazo a la ventana del cuarto, donde Lili observaba.

Me miré las manos todo el camino para no prestar atención al rumbo del coche. Papá me había hecho vestir con mi mejor uniforme mientras hacía gala del suyo, cubierto de medallas y reconocimientos. 

Imposible, la culpa me corroía. La comparación entre la mano quemada y la sana no era suficiente para distraerme. 

Dijo algo mientras estacionaba. Tuve que pedirle que lo repitiera. La noche anterior había cobrado factura en mis oídos, y si no prestaba atención ignoraba lo que me decían.

—Ponte el gorro, Diecisiete —repitió.

Yo lo hice, balbuceando un penoso «sí, señor».

«Sí, señor. Sí, señor. Sí, señor».

No pude evitar pensar en lo que Anahí diría de escucharme.

Bajamos en un barrio privado, en la casa más grande de todas. Mi curiosidad me incitaba a estudiar los detalles, pero ese impulso se reprimía con la facilidad de años de entrenamiento para ser nadie y saber nada. Él atravesó con su cabeza en alto la entrada. Detrás iba yo, concentrada en un punto en su espalda. Una mucama nos hizo pasar, acostumbrada como yo a bajar la vista para no vernos la cara. Alguien nos guio por un pasillo. Montón de gente rondaba. Miré de reojo una vez, buscando una cara conocida en particular.

Reconocí a un par de los hermanos Pierre, ninguno mi amigo. Ahogué un suspiro.

Ingresamos a un lujoso despacho, con alguien cerrando detrás de nosotros.

«No veas nada, no veas nada...».

En ese lugar era demasiado difícil obedecer a mis enseñanzas. Di un vistazo superficial al escritorio, los expositores, los sillones. 

Detrás del escritorio había una figura que me recordaba a la de su abuelo, pero fue una ilusión pasajera. La figura de Lorenzo Pierre tenía el aire frío de Dionisio Pierre. Donde su abuelo había sido un hombre que se hacía ver donde fuera, un excéntrico y cruel personaje, Lorenzo era una figura de hielo. 

Era una característica por la que se lo distinguía en sí. Se decía que nadie más podía emanar un aura de impenetrable elegancia; sentí una profunda inquietud al ver una copia de él sentada en el brazo de uno de los sillones rojos, cruzada de piernas, con sus agudos ojos estudiándome con detenimiento.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora