23 - Café negro como la noche

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Una cama vieja de madera con vetas oscuras que formaban dibujos que encontré como constelaciones, un colchón tan fino que sentía la base marcándose en mi piel, sábanas desgastadas y duras

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Una cama vieja de madera con vetas oscuras que formaban dibujos que encontré como constelaciones, un colchón tan fino que sentía la base marcándose en mi piel, sábanas desgastadas y duras. Muchas camas, una habitación con muchas camas, una habitación solitaria. No recordaba cómo llegué allí o de dónde venía, pero sí podía decir dónde estaba, incluso con la madrugada reinando.

Era mi habitación del orfanato.

Me encogí contra la cabecera. Escondí los pies descalzos entre las sábanas —mis sábanas— con su textura de lija rasgándome, escuché los pequeños ruidos conocidos atronadores en mis tímpanos, me picó la nariz con el intenso aroma de las cerezas y algo más, algo que olía frío, algo que olía metálico, algo que...

Olía a cerezas y sangre.

Sacudí la cabeza para alejar los olores. Entonces, sangre en las paredes, sangre en el suelo, sangre en las sábanas que hasta hacía un instante estaban limpias. Manos pequeñas arrastradas, manchas irregulares, charcos y gotas. Una brisa se coló por la ventana, pero mi cuerpo ya helado fue inmune a su temperatura y mis pulmones dejaban huir ese soplo burlón.

—¡Me aburro! —Me sobresalté y giré por instinto hacia la cama a mi derecha—, no sé cómo puede entretenerte esto.

Estaba echada boca abajo en un colchón rojo, tan quieta como un cadáver. Dos trenzas largas como látigos serpenteaban a su alrededor. Pecas que le salpicaban el rostro con dulzura, una adolescente de naricita bonita y ojos redondos, enormes.

Se sentó y no encontré un destello de inocencia en lo absoluto en ellos.

El colchón chorreó sangre con su peso, deslizándose en gotas de profundo rojo por sus piernas. El sonido como de esponja escurriéndose me dio escalofríos. La sangre cubrió el castaño de su cabello y mantuvo entera la trenza, aplastando los cabellos quemados que siempre se le salían. Sus irises esmeralda me apuñalaron mientras se deslizaba hacia mi cama. Se sentó detrás de mí. Estiró los dedos para tomar mi cabello e hizo una mueca. Yo estaba paralizada, conteniendo el aliento ante las manchas de sangre en mi castaño. Algo estaba mal en su color —¿no había sido siempre café tostado?—, no podía decir el qué.

—¡Tonta! ¡Arruinaste tu trenza! —rio—. Ven aquí, yo lo arreglo.

Sus gélidas yemas me rozaron la nuca. Era una risa diferente a la suya, una risa cuerda.

—¿Laura...?

Sus dedos se cerraron con rigidez en mi garganta.

—Repítelo —amenazó.

Luché por formular cualquiera de las palabras que se me ocurría: súplicas, gritos, sollozos, todas a la vez, ninguna. Su agarre era férreo e inquebrantable, su piel helada como la de un muerto, su aliento en mi oreja quemaba. Y yo... yo...

—Iris... —jadeé—. Para, por favor.

Sus garras me liberaron y conseguí respirar. Se deslizaron sobre mi cabello, partiéndolo en grandes mechones que empezó a trenzar, ajena a mis temblores violentos.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora