Era costumbre desde hacía cosa de dos meses que hiciera turnos de doce horas para cubrir a mis compañeros y compensar los días que ellos lo hacían por mí. Lo odiaba, pero era mejor que ser despedido por todos los turnos a los que me ausentaba.
Ignoré los gritos que cobraban nitidez mientras entraba a la casa, con el sol ya puesto a mis espaldas. Desabrigándome, ojeé el eterno desastre de la sala. Sobre muebles que no sabían combinarse se desparramaba una increíble variedad de objetos inútiles. Montones de prendas que seguían esperando a que alguien las remendara, recibos sueltos que podían tener años u horas de antigüedad, incluso juguetes que nunca hallaron su lugar.
—¡Esa mocosa malcriada necesita una buena lección!
Los berreos aireados del novio de mamá tocaron mi curiosidad. Dejé las llaves con el resto y saqué el celular para verificar si tenía algo nuevo en las redes sociales para hacer tiempo mientras escuchaba.
—¡Es mi hija de la que estás hablando!
—¡Es una puta ladrona!
Una de mis cejas se levantó al oír esa palabra, pero no reaccioné mucho más que eso.
—¡Claro, las cosas nunca son tu culpa! ¡Ni siquiera se te ocurre que podrías haberlo perdido!
Hice una mueca. Los intentos desesperados de mamá por negar las cosas que hacía Ana me generaban una profunda tristeza.
Me sabía de memoria lo que se venía, por lo que pasé de largo. Meg lloriqueó desde el patio viéndome por la ventana de la puerta trasera. Tomé de camino un pedazo de pan abandonado que resultó estar tan duro que me dolió la mandíbula al masticar y empujé con fuerza la puerta rota para destrabarla.
Meg se lanzó sobre mí con desesperación, rogando que no volviera a dejarla sola. Me detuve un rato para calmarla, pero estaba demasiado angustiada para que el fantasma de la soledad desapareciera rápido. Hubo un portazo en la entrada.
Regresé para tomar un limón y me encontré envuelto en un silencio fatal. En la paz subsecuente a la guerra, el animal hacía un escándalo infernal que rebotaba entre las paredes. Cuando se hubo calmado, se deslizó con discreción detrás de mí hacia el interior de la casa.
Avancé lanzando el limón de una mano a la otra. Pasé por el cuarto de Anahí; comics, paredes pintarrajeadas con dibujos al mejor estilo urbano, sus patines entre un montón de ropa en el suelo. Un cuarto apenas más grande que el mío, ambos pequeños e incómodos.
Llamé con los nudillos al de mamá. Esperé unos segundos y abrí, recargándome contra la puerta, pasando de mano en mano el limón. Ella estaba sujetándose la cabeza, sentada al borde de la cama.
Meg le lamió la cara por debajo de sus manos y la obligó a incorporarse, con esa sonrisa melancólica inevitable ante el consuelo de un perro. Le dio una caricia en la cabeza.
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Alas de keroseno
Mystery / ThrillerTadeo tiene tres problemas: su hermana, la autoridad y su gusto poco sano por incendiar cosas. Él siempre supo mantener un perfil bajo, aunque todo el mundo lo señale cuando algo aparece en llamas sin explicación. Pero, ¿pueden culparlo por incendi...