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Padre Celestial,

Te escribo estás líneas desde la pequeña habitación que me sirve para dormir y a la vez para llevar las cuentas de mis días en este diario.

Hoy el día no fluyó tan bien como los anteriores pero no por eso me siento abatido. Al contrario, me lleno de fuerzas para enfrentar el porvenir.

Esta mañana después del desayuno me enfundé en mi sotana y recorrí el pueblo en busca del gobernador. Un buen señor me dirigió a la alcaldía que se ubicaba cerca de la entrada del pueblo.

Regresé por mi bicicleta y pedaleé hasta llegar al lugar indicado. Ahí me encontré con una edificación antigua y poco conservada, con horcones desbastados con hacha y que sujetaban el tejado vertiente hacia la calle. Las ventanas grandes y alargadas permanecían abiertas y al asomarme no encontré ni un alma en su interior.

Dí un par de llamadas en alta voz al tiempo que toqué el llamador de la puerta, una pesada argolla de hierro fundido con forma de león; pero ni con eso alguien atendió.

Por la calle pasaban unas muchachas a las que le pregunté donde podría encontrar al alcalde.

— Buenos días, Padre — contestaron al unísono. — El alcalde poco viene por aquí. Pásese por su casa que está cerca de la manga de coleo. Es la más grande, la que tiene las matas de trinitaria en flor en toda la puerta. Seguro que lo que encuentra.

Les di las gracias y seguí vagando por el pueblo, reconociendo las calles y saludando a los transeúntes. Preguntando aquí y allá llegué a mi destino. Era una casa no muy alejada de la iglesia pero ubicada en un punto especial y digo especial porque no habían mas parcelas ni casas similares por esos lados.

Esta era una finca grande, bien cuidada y bien trabajada. Obreros diversos se afanaban cada uno en su labor. Desde el exterior y a través de la cerca alcancé ver un jardín con arboles frutales, una casa grande de color amarillo con bordes blancos que contaba con dos plantas y un techado de tejas de barro.

Llamé al portón de madera y al momento se acercó un mozo.

— Buenos días, joven. Soy el nuevo párroco. Vengo a conversar con el alcalde.

El muchacho me miró con curiosidad y enseguida respondió — El patrón está desayunando. Pase que ya le aviso que usted esta aquí.

Caminé detrás de él por el senderito de piedra y en tanto estuvimos en la entrada de la casa me pidió que esperaba mientras me anunciaba.

— Buen día padre — me saludó una moza de tes hermosa como el café que salió a mi encuentro. Llevaba la cabeza envuelta en un paño blanco y tenía entre los brazos un niño tan rollizo y sonriente que al instante conmovió mi corazón — el patrón lo espera.

Entramos por el zaguán moviéndonos deprisa hacia el patio central. Una pila de agua de piedra adornaba la estancia. Un hermoso banco con policromia sostenía una torre de libros olvidados. Sobre el piso adoquinado descansaban frondosos helechos y macetas con plantas en flor.

La muchacha me condujo entonces a una de las puertas a un lado del patio. Al pararme en el umbral encontré a un señor de gran proporción sentado en una mecedora con asiento de fieltro verde, a un lado de la ventana. Estaba ojeando las páginas de un diario y enseguida comprendí que era a quién buscaba.

La habitación era amplia. El techo alto le daba un aire aun mas intimidante. Un aparador de madera yacía la fondo de la pared. Un escritorio de caoba pulido y sillas de conjunto con asientos de cuero reposaban al otro extremo de la habitación.

— Buenos días — dije firme antes de ser invitado a pasar.

— Buenos días, señor cura — respondió la voz que no apartó la vista del periódico. — Pase usted. Siéntase como en su casa. — Carmen, tráenos de la bodega un aguardiente de caña.

YO CONFIESO (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora