Padre Eterno,
No soy mas que un pecador escondido bajo esta sotana. Hoy por la tarde Las Damas Parroquianas organizaron una visita a La Mulera. Hicieron una eficiente recolección de objetos reusables, ropa, y alimentos.
Cinco mulas iban cargadas de las donaciones y vinieron a buscarme para presidir la excursión. Acababa yo de ducharme después ejercitarme con Juan y los muchachos en las barras del centro. En ese momento me disponía a sentarme a meditar en el jardín. Por supuesto que había escuchado de la actividad, pero no se me había convocado y no las estaba esperando. Así pues que las recibí en pantalones y camisa de cuello negro.
Jorgina estaba con Neida, la hija de Blanca y aunque rezagada al final del grupo, no dejaba de mirarme.
Quise negarme a acompañarlas, pero tomarme esa libertad hubiera sido imperdonable. Los habitantes de La Mulera son las personas son las mas necesitadas del lugar y merecen recibir tu bendición.
Fue así que comenzamos la procesión. Yo estaba adelante y había dado la orden de no desorganizarse pues rezaríamos todos juntos el rosario durante el camino.
La misión se dificultó porque el cuchicheo de las mozas, las risas sofocadas, los alaridos al pisar un bache y las quejas por el calor y los insectos me dejaron rezando a mi solo a viva voz. Al rato la concentración falló y terminé el rosario antes de lo esperado. No tuvo caso inventarme otra excusa para que nadie me perturbara porque en tanto mi voz calló, una mano suave tocó mi hombro.
— ¡Padre Emilio! — escuché mi nombre como si fuera el cantó de serafín.
— Jorgina — contesté exhausto, no por el camino, ni por el esfuerzo de mi voz; sino por tener que luchar con tanto ahínco para mantenerme alejado de ella.
— Me ha cautivado tu barba – dijo sin remilgo —. Te luce muy bien con el pelo revuelto. No me gustaba cuando lo llevabas tan señorial.
Ciertamente me sorprendí con su comentario que fue como una caricia al alma. No supe que responder y simplemente balbuceé — Afeitarme cada día me causa escozor.
Jorgina miró a Neida con aire cómplice y volvió a azuzar — Llegaste clarito y ya estás bronceado de tanto sol. Te vi el otro día entrenando en las barras, se nota que ya lo hacías con antelación.
Fingí no escucharla y tampoco la miré.
— Traigo una torta de naranjas del jardín. Quedó espléndida. Te hice una ración también para ti. La miré de reojo sin apartar la vista del camino.
— Gracias, Jorgina. No te afanes tanto.
Ella se rió alegremente — Si no es afán, Padresito. — luego añadió — Constanza es la que está afanada desde hace días haciendo vestidos. Me dijo que fue tu idea y enseguida le propuse comprarle algunos para colaborar. — ¿Que te parece el que llevo puesto?
Sé que debí haberle dicho que era inapropiado preguntarme semejante cosa, pero no pude hacerlo. Mis ojos se desviaron descarados a su escote y quise responder un simple "bien" pero de mi boca salió la frase: — "Resalta lo hermosa que eres".
Juro Señor que se me escapó.
Fue tanta mi propia sorpresa que la miré desconcertado, y ella con total normalidad me observó antes de reírse otra vez.
No deseo profanar este diario con las sensaciones prohibidas con las que lucho cada día. ¿Pero de que me vale ocultártelo, si tú todo lo ves? Por eso rezo, Padre. Para que me des tu consuelo.
La tarde prosiguió en un suplicio. Llegamos a La Mulera donde nos recibieron con alegría. Estaba yo siendo bienvenido y en pleno permiso de ejercer mis facultades como Sacerdote; pero Jorgina no se apartaba de mi vista y me distraía sin cesar.
Ella, por naturaleza busca siempre la charla amena de una forma que aveces me confunde. Por ratos parece divertirse a conciencia con su poder sobre mi. Por otros parece abstraída e inocente y me hace pensar que en mi no hay mas que un cura pervertido mirando lo que le es prohibido.
Al cabo de un rato, dejé que las damas de la parroquia se ocuparan de la repartición de enseres y comestibles. Me rezagué del grupo y por fin tuve un instante de paz.
No lo niego Señor, la observé desde la distancia, avocada a ayudar y llena de resolución. Su cabello recogido dejaba ver su espalda bronceada y sus brazos esbeltos lustraban bajo del sol.
Puedo asegurar que brillaba, Padre. La vi resplandecer.
De pronto recordé que había mas almas por consolar y mi deber era atenderlas a todas, pero en cambio mi mente me jugaba una pasada de la que no podía escapar. Mi espíritu y mi tiempo querían pertenecerle a ella.
Estoy confundido Señor.
No puedo pensar bien y ya no sé ni lo que escribo.
Por mi culpa, por mi culpa por mi gran culpa...

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YO CONFIESO (BORRADOR)
Ficção GeralSoy el párroco asignado a este variopinto y caluroso pueblo. Mi fe y mi entrega a Dios constituyen la fuerza y la razón de mi existir; pero desde que llegué a este lugar tan lleno de intrigas y tentaciones se han quebrantado mis cimientos y se ha a...