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Padre,

La vi esta mañana en el mercado. Llevaba en la cesta flores de azahar, azúcar y jabón de canela. No había terminado sus compras y la observé de lejos. Cuando la vi caminar hasta el puesto de Tovar, el quesero, adelanté el paso y me presenté allí de modo que pareciera una coincidencia.

La esperé, pero ella al verme hizo lo que hice yo tantas veces. Me esquivó corrigiendo su paso hasta un punto distante.

Sé, mi Dios que en ese momento debí haber desistido, pero la ausencia de no verla me apretaba el corazón y sin darme cuenta actué como un hombre enamorado, un hombre libre y sin restricciones, capaz de amar a una persona en particular y no a todos por igual.

No di tregua a la evidente evasión de Jorgina y usando el poder de mi posición como sacerdote me le acerqué.

— ¿Ya se va? — le pregunté a baja voz.

— Sí — dijo sin siquiera mirarme.

— Veo que no ha terminado.

— Quiero irme. Es todo.

La garganta se me secó pero me armé de valor y con un gesto de cabeza la aparté del puesto . Continué, ahora relajando el tono.

— ¿Por qué no has venido a la iglesia? —pregunté sin rodeos.

Ella me encaró malhumorada.

— ¿Para qué has venido a hablarme? ¿Qué quieres?

— Porque no sé donde has estado y quiero que sepas que me importas.

— ¿Qué quieres decirme?

— Ven conmigo a la iglesia. Aquí no podemos conversar.

Jorgina consideró la oferta por un momento. Miró a los lados precavida y luego espetó cortante.

— Vamos.

No conversamos durante el camino. Ella iba erguida y desafiante y yo solo acompañaba el ritmo de sus pasos.

Cuando llegamos a la casa parroquial se sentó en la salita.

— Dime. — te escucho.

— El alcalde estuvo por aquí hace unos días. Venía a preguntarme sobre ti.

— Lo sé — contestó sin interés.

— Quería saber si te estas viendo con alguien más.

— Sí. Ya me lo ha preguntado.

— ¿Y bien?

— ¿Y bien qué? ¿Es esto una confesión obligada?

— Lo siento. No lo es. Le he dicho que no te he visto con nadie.

— Sí, pero no se lo cree.

— Dijo que te aconsejara y que te recordara "lo que te conviene".

— Nadie sabe lo que me conviene porque ni yo misma lo sé.

— Debes hacer lo que te haga feliz, entonces.

Ella respondió con una sonrisa triste — ¿Lo que me haga feliz? No se puede hacer nada si la otra parte no está interesada.

— ¿Entonces si hay alguien? — dije con sorpresa.

— De haberlo no lo hay porque como dije no tiene interés.

— Dime quién es — reclamé con una voz que sonó impaciente, como un reclamo.

Ella se levantó del sillón y espetó — Quiero irme ya. No tengo nada que decir.

— Espera. Solo quiero saber que te ha causado tanto malestar. La última vez que te vi te fuiste tranquila. Desde entonces no has venido a la iglesia y ahora que te veo te encuentro incómoda y disgustada. No entiendo que te sucede.

Jorgina respiró hondo y sus ojos se cerraron en un intento de calmar una furia que parecía brotar por sus poros. Cuando al fin habló, su voz sonó áspera y llena de rabia contenida.

— ¿De verdad eres tan ingenuo? Todos lo ven menos tú. También creo que tú lo sientes y no logras esconderlo pero eres incapaz de decírmelo. Viene mi seudo marido a enfrentarte y tampoco eres capaz de decirle la verdad. ¿Que son todas esas miradas que nos damos? ¿Que es toda esa corriente eléctrica que se siente en el aire cuando estamos juntos? ¡los susurros al hablar!, las sonrisas cómplices, el destello en tu mirar. Dime si estoy desquiciada y soy yo la única que lo siente, porque de ser así me retiro. Ya lo hice en los últimos días al darme cuenta de que no tienes ni idea de los rumores, ni te sientes ínfimamente identificado con que la persona que pueda estar causando un cambio tan evidente en mi seas tú mismo.

La miré sin decir nada. Ya no me quedaban dudas ni temores. En ese momento ella era mi Dios y la dueña de mi espíritu. Caminé hacia donde estaba y tomé su rostro entre mis manos. Ella no se movió, no rechazó mi cercanía solo me miró con unos ojos que parpadeaban llenos de estupor.

No pude más, Señor y en el medio de la sala la besé. Era tanta mi ansiedad por los besos hace tanto dejados atrás que no fui delicado ni amable. Mi beso rabioso rebosaba en angustia y desesperación. Ella me correspondió con igual premura, con igual devoción. Su cuerpo unido al mio, desvanecido entre mis brazos y yo aferrándome a ella como si fuera la última tabla de mi salvación.

No sé cuanto tiempo duró ese beso que me pareció el mas dulce e infinito de todos los besos que antes di. Era tan sublime la sensación que por un momento temí estar soñando de nuevo.

Al fin cuando se apartó de mi lado un leve temblor recorría mi cuerpo. Ella tomó mi mano y se la colocó a la altura de su corazón. Latía con fuerza, Padre y comprobé que hablaba el mismo lenguaje que el mio.

— Sé que no puedes Emilio — profirió bajando la mirada — Es mi culpa todo esto y no está bien que yo haya venido hasta aquí.

— Si hay un culpable en todo esto, soy yo — alcancé a decir — Culpable por no querer ver y culpable por querer ser quién realmente no soy.

— Ante mis ojos no eres mas que un hombre mortal. Así que tienes derecho a pecar. Deja que me vaya ya. Ya tendremos tiempo para conversar.

Asentí aspirando el aroma de sus cabellos una vez más y ella se despidió dándome una mirada melancólica al tiempo que se mordía el labio.

Yo confieso Padre, ante tu infinita misericordia que no ha existido día tan lleno de vida y alegría para mi. Yo confieso que debería sentirme afligido por ser lo que soy, por el recuerdo de mi madre y su rostro desfigurado en una mueca; pero en cambio no logro hallar la culpa que me condene y que me llene de pesar.

«Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo; porque el amor es tan fuerte como la muerte». Cantar de los Cantares 8:6


YO CONFIESO (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora