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Señor mio,

El día transcurrió no sin poco menos tribulaciones. Alguna mas grave que otra.

Después de mi ayuno me dirigí a la sacristía para revisar que las hostias sin consagrar, los cálices, la casulla, el agua y el vino estuvieran a disposición. Me percaté entonces que hacían falta hostias frescas así que me acerqué a la puerta buscando algún muchachito desocupado que pudiera servirme en enviar un recado a a Argenis con el fin de reponer la reserva.

Por la plaza sentado en la fuente estaba Efrain Aponte, hijo del jefe de policía que también colaboró ayer con los trabajos de la iglesia. Efrain debe tener poco mas de quince años y es un muchacho reservado, bastante callado y tímido. Dice Juan que de pequeño no asistió a la escuela y por eso está en el grupo de los que no saben leer ni escribir. Efrain tampoco come mucho, pues no probó los buñuelos ni sorbió el agua de piña. Es flaco y desgarbado con ojos grandes enmarcados por ojeras. Sin embargo, con todo y su carácter taciturno se afanó en acompañar a los otros muchachos y a Doña Blanca a desmalezar el jardín y luego con hábiles manos plantó delicadamente los arbolitos y las semillas.

Efrain aceptó solícito enviar el recado al sacristán y al poco tiempo volvió indicándome que Argenis traería ellas hostias en la tarde pues la señora que las confeccionaba tomaría algunas horas en terminar el pedido.

A eso de las once de la mañana, después de terminar de rezar el rosario me dispuse a salir a dar una vuelta por el pueblo pero al asomarme en el templo encontré a la esposa del alcalde sentada en uno de los bancos de enfrente.

Ella apenas notó mi presencia, no podía oírme ni verme. Se encontraba absorta mirando las figuras santas de la pared. Sin embargo, se volvió bruscamente y nuestras miradas se cruzaron. Leí en la suya la sorpresa y luego la atención.

Al acercarme a saludarla he visto que tenía lágrimas en los ojos, pero disimuló al obsequiarme una amplia sonrisa.

— Estaba pasando por la plaza y decidí entrar a la iglesia a descansar un poco. Afuera hace mucho calor — declaró.

— Cuando guste — repliqué.

— Ya me voy. Lo visitaré el domingo.

Su última frase me causó inquietud. ¿Para qué querrá visitarme? ¿Será quizás que desea confesarse? Mientras salia de la iglesia percibí nuevamente el aroma a duraznos. Ahora sé con certeza que es ella.

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A las dos de la tarde recibí a Argenis que venía cargado con el pedido de obleas. Estaba acompañado de un mozo de unos veinte años llamado Guillermo a quién me presentó como a su leal amigo de la infancia. Les dije que saldría un rato a buscar a Juan, porque quería puntualizar la hora para la ascensión de la campana a su lugar. Les dejé a ambos entonces entrar en la sacristía para acomodar el pedido y luego salí por la puerta de la iglesia.

Según el revuelo que se formó después entendí por boca de Constanza la sucesión de los hechos; pero no voy a adelantarme a lo acontecido aún.

Fui hasta la parcela de Juan quién me recibió con una gran sonrisa y ojos bondadosos. Conversamos un rato y me aseguró que el campanario estaría funcional para este mismo domingo, antes de la misa. Sin embargo había que esperar un poco a que los ladrillos quedarán totalmente sellados para subir la campana a su lugar.

Salí de allí con ánimos renovados sin contar con que me encontraría con un tumulto en la puerta de templo.

Presidiendo los gritos se encontraba Constanza quién acusaba de infames a los muchachos. Cuando pegué la carrera y me acerqué para mediar en la situación, me encontré al funcionario de la comisaría dándole de a empujones a Argenis y a Guillermo. Una bandada de chiquillos se reía y azuzaban con palabras hirientes y burlonas.

— ¿Qué sucede aquí? — dije voz en gritó.

— ¡Estos dos, Padre! ¡Qué desfachatez!

Me volteé enseguida y pedí al funcionario que mantuviera el orden. Pedí a los niños que se dispersaran y sin remilgo obedecieron, dejando una estela de risas y vociferaciones que no llegué a comprender.

Entramos todos a la iglesia, Argenis con la cabeza gacha, Guillermo erguido y desafiante.

— Díganme que ha ocurrido.

El funcionario, un hombre bajo y redondo respondió.

— Hemos venido porque la señora Constanza ha dado la voz de aviso.

Me dirigí a Constanza con una mirada de escrutinio.

— Sí Padre, he sido yo. Fíjese que yo venía a buscarlo para traerle ese mantel bordado para el altar y como no lo encontré en la casa presbiteral, me vine a la sacristía. ¡Ahí fue donde encontré a estos dos!

— ¿Pero a qué se refiere? Yo dejé a estos muchachos ahí arreglando las hostias y los ornamentos. Sus ojillos parpadeaban de cólera y apenas podía contener los nerviosos movimientos de sus manos.

— Pues me refiero a que cuando entré, los dos estaban abrazados de lo mas...de lo mas...intimo y... y... Guillermo le plantaba un beso en la frente al sacristán.

No puedo expresar el sentimiento terrible que tuve; y lo peor es que me encuentro incapaz de hacer ninguna apreciación razonable ni moderada de los hechos cuyo verdadero sentido se me escapa.

Constanza por su parte parece albergar una buena intención en su corazón pero la expresión de su boca daña todo cuanto tiene al alcance.

— Doña Constanza — cálmese — dije para tranquilizarla — No hay razón para crear semejante algarabía. En casa de Dios todos somos bienvenidos y las demostraciones de afecto están mas que admitidas.

Su rostro delgado estaba aun mas torturado que antes y la boca conservaba ese rictus tan despectivo, tan duro.

— Pero Padre, es que usted no ha entendido... Ellos...

La corté al instante con una mirada y enseguida me dirigí al oficial.

— Funcionario, puede marcharse ya. Aquí no ha pasado nada. Guárdese de esparcir rumores que solo perjudican a sus vecinos.

El funcionario lanzó una mirada furiosa sin decir mas, sacó una cajetilla del bolsillo y se puso a mascar tabaco.

— Si eso es todo, entonces me marcho ya, pero el Jefe lo tiene que saber — dijo como si nada.

Guillermo lo miró enrojecido pero Argenis continuaba con la cabeza gacha.

— Gracias por el mantel Doña Constanza. Ande a casa. Ya tendremos tiempo de conversar usted y yo.

La mujer se giró abruptamente y dejó el recinto dejándome solo con los infelices muchachos.

Les miré a ambos pero ninguno parecía aprovechar el silencio para intentar defenderse.

— ¿Es verdad lo que ha dicho Constanza?

Guillermo habló apretando los dientes — Es que esta gente no entiende.

— ¿De qué hablas Guillermo?

— No creo que usted lo entienda tampoco, Padre.

— Si no quieres intentar explicarme puedo aceptarlo. Solo les diré que tengan un poco de prudencia. Es importante usar la sensatez donde quiera que estén.

Argenis subió la cabeza y me miró expectante. Al parecer esperaba un severo reproche de mi parte y en cambio consiguió redención. Hizo ademán de hablar pero tan solo consiguió balbucear un par de palabras.

— Dispénsenos, Padre. Cuidaré de que no vuelva a ocurrir.

— Que ocurra no es el problema. Solo cuídense de los ojos inquisidores y recen al Creador por guía y consuelo. El Señor los bendiga y anden ya. Ambos se hicieron la señal de la Cruz como muestra de respecto arrodillándose momentáneamente ante el distante altar.

Señor,

Solo tu sabes de los corazones de esta parroquia. Solo tu puedes ofrecerles el consuelo y la dirección

que necesitan. Ayúdame a ser el mejor conductor de tu Palabra y traer sosiego a estas almas. El que permanece en amor, permanece en Dios y Dios en él.


YO CONFIESO (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora