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Señor,

El cielo está encapotado. El ambiente húmedo y las lluvias restan el brillo del sol que al menos me reconfortaban  en los días que pasan solo pensando en que hacer con mis votos.

Había decidido subir el cerrito para visitar a Juan y cuando iba de salida unas voces femeninas llamaron mi atención. Eran las hermanas Pilar jugueteando alegremente y a su lado Jorgina las escuchaba complacida. Nuestras miradas se cruzaron y fue imposible no mantenerlas un instante, en esa íntima complicidad de lo que nuestros corazones ya saben.

No pude evitar acercarme. No quise desaprovechar la oportunidad de tenerla cerca.

— Buenas tardes, señoras.

— Buenas, Padre Emilio — respondieron las hermanas.

Jorgina saludó regalándome una sonrisa amplia y unos ojos llenos de alegría.

Mi expresión debió haber sido la misma pues Eva María comento:

— ¡Se le ve hoy muy contento, Padre!

Disimulé dirigiendo mi vista a ella — Sí, voy de salida. Quiero visitar a Juan Toro y a Delfina.

— Cuidado con las culebras, mire que en temporada de lluvias andan por todos lados — apuntó Rosa Inés.

— Bajaré antes que oscurezca, no se preocupen. ¿Y ustedes que traen?

Jorgina tomó la palabra apuntando que era día de reunión de las Damas Parroquiales y que estaban buscando unos rosarios en la sacristía para rezar antes de la junta.

Creo que la miré embelesado hasta mucho después de haber terminado de hablar. Solo la risa de las hermanas Pilar me sacó de mi encanto, entonces les di la bendición y les deseé buena tarde no sin aspirar indiscreto el aroma de mi obsesión.

— Huele a duraznos — dije.

— Debe ser porque ya va a ser temporada — replicó Rosa Inés.

Salí de la iglesia y monté la bicicleta oxidada. Subí pedaleando la colina, llenando mis pulmones con aire fresco y el olor de la tierra mojada. Los nubarrones amenazantes parecían preñados de agua y el viento frio que soplaba se me colaba en los huesos.

Juan me recibió contento. Delfina había salido a visitar a sus familiares. Tenía la costumbre de ir una vez por semana a la casa familiar donde la esperaba una familia numerosa llena de alegría.

—¡ Padre Emilio! En buena hora. Tenía tiempo que no te veía por estos lares.

Nos dimos un abrazo fraterno y me convidó a pasar.

La casa parecía renovada. La salita estaba cambiada, la decoración cuidada, flores y un orden y de iglesia embellecían el lugar.

Juan sacó una jarra de café recién hecho y dos platos con manjar de piña elaborados por su adorada Delfina.

Comimos sin apuro y conversamos sobre los placeres del matrimonio. Halloo que un dejo de nostalgia se escapó de mi mirada porque Juan al instante lo atrapó inquiriendo:

— ¿Y a ti que te pasa, que andas con esa cara larga? ¿Acaso las noticias que te cuento no te alegran?

— No, Juan. Todo lo contrario. Me alegran. Solo me estaba figurando tales maravillas.

— Debe ser — dijo dubitativo — Los curas no se pueden casar.

— No. No podemos — contesté apesadumbrado.

— Y a ti como que te pesa, te lo veo en la cara, Padre.

— A veces lo contemplo. Es mera curiosidad.

YO CONFIESO (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora