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Padre,

¿En que estaba pensando el alcalde cuando vino a hablarme hoy?

¿Cómo puedo manejar semejante intromisión?

Solo tu sabes que soy el culpable y negarme ante los ojos humanos no borraría mi pecado ante ti.

En la tarde cuando estaba atendiendo el jardín, escuché los pasos renqueantes de alguien en la salita. De pronto una voz retumbó.

— ¡Cura, cura!

Me llamaba en tono displicente y no tardé en reconocer la voz del alcalde.

Salí al trote, con las manos llenas de tierra, y con el rostro lleno de sudor.

— Señor alcalde. ¿Usted por aquí?

— ¡El mismo! Se me hace que usted y yo tenemos algo pendiente.

Erguí el pecho e hice ademán para que se sentara pero el hombre no aceptó.

— Deje usted que aquí estoy bien. Seré breve.

— Dígame. Como puedo ayudarle.

El alcalde hizo una pausa y asentó el bastón con dureza sobre el suelo de piedra.

— Señor cura. No crea usted que la edad me hace tonto. Mi mujer tiene meses pidiendo donaciones, ayudas especiales, favores, trabajos y dinero extra para la localidad y esto es algo muy novedoso. Imagino que está usted al tanto de todo esto.

— Señor alcalde. Yo nunca he osado de pedirle nada a su señora. lo hace por amor al prójimo y por propia convicción.

— No se incrimine, curita. Que aún no lo estoy acusando — dijo dejándome desarmado. — No me hable usted de mi mujer hacer las cosas por convicción propia. Ya le dije que soy zorro viejo y los años no me han pasado en vano. ¿Acaso no cree usted que no me doy cuenta como se arregla cada vez que viene a la iglesia? ¿La canturreadera por los pasillos, la compra de vestidos nuevos para simplemente andar por la plaza, preparándole torta para los pobres y viniendo aquí en la semana? Estoy viejo, pero todavía huelo a la mujer en celo.

— Señor alcalde. Le pido un poco de respeto. Le recuerdo que está usted hablando de su esposa.

El hombre soltó un bufido y grito, — ¡Por eso mismo llegué hasta aquí, carajo! —. Sentí una punzada de rabia en el estómago pero me mantuve sereno mientras miraba al hombre a los ojos. — Me va diciendo ahora mismo que está pasando. Si usted es un cura debería hablar con la verdad. De hombre a hombre, como se debe.

Tomé aire y exhalé.

— Dispense usted lo que le voy a decir, pero su esposa es mucho menor que usted y la alegría de la vida hace que las mujeres jóvenes se comporten de ciertas maneras. Debería usted saberlo.

El hombre volvió a rugir — ¡Que no me barajee, carajo! ¡Sea sincero!

— Si de ser sincero se trata, entonces es usted quién debe hablar. ¿Para qué viene aquí a hacer reclamos injustificados? Usted sabe las condiciones bajo las cuales retiene a su esposa y que los malos actos pasan factura.

— Mis asuntos son míos y de nadie más. No me diga usted que hacer con mis negocios. En cambio dígame si mi mujer se está viendo con alguien cuando entra aquí a esta capilla. ¿Qué pobretón le anda calentando la oreja para que yo suelte mi dinero?

Señor,

A este punto confieso que sentí un alivio. Pues pensé que la acusación en sí no estaba dirigida directamente a mi.

— Señor alcalde. Le puedo asegurar que su esposa viene a la iglesia y participa en actividades con las Damas Parroquiales. Son ellas mismas las que proponen mejoras y ellas mismas las que se encargan de conseguir las donaciones. Jorgina está avocada a la causa. Es todo cuanto le puedo decir.

El alcalde se peinó el bigote y miró al suelo por un instante.

— ¿Dice usted que no hay nadie rondándola, entonces?

— No que yo sepa.

— ¿Si no hay nadie más, entonces será que anda enamoriscada sola?

Guardé silencio sintiendo un frio helado recorrerme la espalda.

El alcalde siguió divagando.

— Ya le dije que no me equivoco. Conozco a la mujer cuando busca macho. Fíjese que hasta se me ocurre que si no es uno de estos campesinos calentándole la oreja, entonces será que le gusta el cura.

Soltó una carcajada que le hizo ahogarse en su propia tos. Yo permanecí serio, sin siquiera parpadear.

— ¡Ah, Bueno! Si es así. Pobre de ella ¿no es así, Señor cura? — añadió.

Nuevamente me quedé inmóvil, sin siquiera parpadear. No era cobardía en lo absoluto, Padre. Eran ganas de aceptar su acusación, decirle que si, que era verdad lo que intuía y que la dejara libre de una vez; pero no hizo falta que dijera nada.

— Lo veo muy contemplativo, curita. ¿A que se debe tanto mutismo?

— Solo lo miro a usted. No es nada.

— Pues a mi si me parece que le pasa, y mucho; pero allá usted. Solo le digo que a la Jorgina no le doy un centavo más y de resto que haga lo que quiera. Y si a ver vamos, ya yo estoy cansado de mantener zánganos a cuenta de nada.

— Debería usted ablandar un poco su corazón. Dios puede ayudarle a encontrar su paz pero no siga haciendo daño a nadie. Si no le conviene su esposa, entonces déjala ir. ¿Qué gana con causar rencores y sufrimientos ajenos? Solo le trae problemas y se le revierte a usted el sufrimiento.

— Cura mío, yo no creo en Dios. No me recite su lección porque no me interesa. Toda esa palabrería de la iglesia es mentira. Y ya que usted se atreve a sermonearme, le digo yo en mi condición de toro corrido en cien plazas, que se quite la sotana y se ponga los pantalones. Creo que vería a la iglesia con mejores ojos si al fin encontrara un cura sincero que hiciera lo que pregona.

Desvié la mirada por un instante y agregué— Solo le digo que piense bien las cosas.

— Ya no me importa. ¿Para qué mantenerse de pie, si uno puede estar sentado o acostado? ¿No le va? Me voy por donde vine. Solo le digo una cosa. Aconseje a la muchacha de lo que le conviene, si es que anda con un mozito de los de aquí y si es que es usted en quién ha fijado la vista, pues bueno...No le digo que cuelgue el hábito por esa mujer, pero al menos evítenos el ridículo a todos.

Quise decirle que yo sí la quería, Padre pero una fuerza interior cerró mi garganta. No podía hacerle esto a ella. No podía dejar al descubierto una pasión secreta que ni siquiera ella y yo nos habíamos confesado.

Y en ese instante comprendí el secreto dominio de la mujer en la historia.

Mi vida, mi pensamiento y mi alma estaban en sus manos.

¿Cuánto tiempo más he de mantener este secreto que amenaza con explotar a voz en grito?

¿Cuánto más debo resistirme a esta fuerza sobrenatural que me domina?

Ya no sé ni como orar. Por mi culpa, rezar ha llegado a ser un débil socorro para mi espíritu que pide auxilio. No hallo mi serenidad más que cuando confieso mi desdicha en esta mesa, ante estas hojas de papel en blanco.


YO CONFIESO (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora