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Señor,

No soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.

Mientras escribo estas líneas siento el peso en mi pecho de la confesión.

Varios fieles han venido hoy a tomar el sacramento. Ellos esperan que yo como su sacerdote les escuche, les ofrezca orientación, les proporcione una penitencia adecuada y pronuncie las palabras de absolución.

En horas de la mañana llegó una mujer joven cuyo rostro vi ayer en la misa. Habló que su pecado es detestar su cuerpo y todo su ser. Se reprochaba comer en exceso y pasar las horas sentada sin hacer nada, sino solo viendo el rio pasar.

«Soy fea, fea. Soy espantosa » decía. «así nadie me va a querer »

La muchacha confesó odiar a muchas de las mujeres del pueblo pues se compara con el candor que ellas poseen y del cual ella cree que carece. Desdeña el color oscuro de su tes, comparándose con la de un carbón y dice que recibe burlas y hasta mofas escritas en papel.

Le hablé de tu amor a pesar del exterior y le dije que todos deberíamos fijarnos más en nuestro ser espiritual. La muchacha sollozaba desconsolada diciendo que a veces pensaba en no vivir mas. Que vivir en su cuerpo era una tortura, que trenzar sus cabellos era una labor titánica, que elaborarse vestidos la dejaban desahuciada y que por eso siempre se vestía de negro. Una túnica sin mas.

La siguiente persona fue Constanza que pasó enfurruñada al confesionario. Sin miramientos confesó tener un rencor muy grande en su corazón, un rencor tan grande que según ella "solo Dios sabe" y no quiso enfatizar más.

Pidió absolución y ayuda divina para liberarse de un peso y una rabia que las asfixian. Creo que empiezo a entender porque Constanza tiene ciertos comportamientos. Es una buena mujer y quedó demostrado cuando la vi atender a Efrain. Anticipo que algo muy malo le debe haber pasado y que le pesa tanto que es como si la envenenara por dentro y de a ratos hace que escupa ese veneno sobre los demás.

Por la tarde Jorgina fue a buscarme a la casa presbiteral. Confieso que me alegró sobre manera verla. Ha de ser por la complicidad vivida durante la noche del sábado.

— Buenas tardes, Padresito — dijo con cariño.

La saludé amablemente intentando no mostrar mi agrado por miedo de ser inadecuado.

— Padre he venido a confesarme si tu estás disponible.

La miré con sorpresa.

— ¿Qué?¿No me puedo confesar?

Enseguida la saqué de su confusión.

— No, no es eso.

— ¡Ah! Pensé que me lo ibas a negar. ¿No te molesta que te diga tú, verdad? Es que me parece que eres tan joven que ese mote de usted no te queda bien. No serás mucho mayor que yo.

Reí sin contenerme.

— Dime Padresito. ¿Cuantos años tienes?

— Treinta y tres . ¿Te puedo preguntar cuantos años tienes tú? ¡Bajo secreto confesión, si gustas!

— Veintiocho, y lo puedes gritar a los cuatro vientos. Total que en este pueblo nada es secreto.

— ¿Por qué dices eso?

— Aquí todo se sabe y lo que no saben lo inventan.

— Bueno no es cosa sino dejar de repetir lo que se dice y cerrar los oídos a los comentarios tontos. Así se acaba la algarabía.

— ¡Imagínese si se acaba! Entonces todo sería aún más aburrido.

Volví a reír con las ocurrencias de Jorgina que en su boca sonaban como las frases mas graciosas que mis oídos hubiesen escuchado.

— Vamos al confesionario antes de que confieses tus pecados fuera de allí — la apremié.

— Lo hago donde sea Padresito — respondió.

La observé por un momento y sus ojos a medio cerrar se encontraron con los míos. Vi en ellos un destello de picardía pero despaché el pensamiento y caminé delante hacia el templo.

— Ave María Purísima — dijo a ella a baja voz.

— Sin pecado concebida — repliqué.

Jorgina se santiguó al tiempo que decía: — En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

— El Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados —contesté.

Jorgina tomó aire y exhaló. ¡Por Dios Santo, ese olor otra vez! Todo el confesionario quedó impregnado.

— Padre, he venido a solicitar el perdón de Dios. Soy una pecadora de pensamiento, palabra, obra y omisión y quiero decirle que... detesto a mi marido. Lo repudio.

Hice silencio sin saber que decir. Ella también calló.

— ¿Por qué crees que tienes ese sentimiento?

Jorgina replicó colérica — Porque él sabe que no lo veo como a un marido y aunque se lo digo y se lo repito no me deja ir.

— Pero estás casada con él bajo los mandatos de Dios. Tú lo elegiste. ¿Por que dices que no lo quieres?

— Yo no lo elegí, Padre. Ademas no me casé por la iglesia. Me casaron a la fuerza. Es que él era el dueño de los terrenos donde araba la tierra mi familia y mi papá no tenía sino deudas, un puñados de hijos y una mujer que alimentar. Entonces arreglaron mi matrimonio a cambio del terreno de mi familia y de otras cosas que surgieron después. Mi papá aceptó y aquí estoy. Atrapada y sin salida.

— Ha de tener solución — dije absorto en el aroma.

— ¡No la tiene! El convenio inicial era que me casara con él, me pagaría los estudios y los de mis hermanos. También le cedería el terreno a mi papá. Yo tan solo tenía dieciocho años, ¿que objeción iba a poner? Ahora me encuentro atrapada porque me amenaza diciendo que si lo dejo, le retira el pago de los estudios a mis hermanos. Es lo único que puede hacer porque el terreno se le fue devuelto. Mis padres murieron ya y él lo recuperó sin escrúpulos, dejando a mis hermanos y a mi a su merced.

— Pero dijiste que habías estudiado. Puedes irte y trabajar de algo. Con eso saldrías a flote.

— Sí, él me pagó los estudios pero era solo para que le sirviera como su terapeuta personal ya estaba entrando en vejez. Yo ni siquiera quería estudiar eso. Él me tiene de adorno, como un trofeo que se usa para exhibir. Me siento presa y condenada a una vida que no elegí. Por eso lo repudio y sé que está mal. Vengo a la iglesia a orar por perdón y a pedirle a Dios que me libere de estas cadenas que son tan pesadas de cargar. A veces no aguanto tanto dolor.

Me quedé sopesando las ultimas palabras de su frase.

— ¿Te lastima él, Jorgina?

— ¿En qué sentido, Padre Emilio?

— ¿Te pega o te obliga a hacer cosas que no quieres hacer?

Jorgina se rió con mesura.

— No, padre. No me lastima. En cambio hace todo lo que le pido. ¿No viste como cedió la camioneta para llevar a Efrain al hospital? Si se lo pide otro se niega, pero a mi no. Y si te refieres a hacer... hacer cosas de casados, tampoco. El día que nos casamos y lo intentó grité tanto que nunca mas se atrevió a llevarme a su pieza. Además con la edad, ya casi ni se puede levantar de la silla. ¿Que esperabas? Lo máximo que saca de mi es que le ponga unas pomadas en las piernas y lo ayude a estirarse en las épocas de lluvia cuando los huesos se le entumecen. De resto ni me ocupo.

Santo Padre redentor. Yo estaba confesando a esta mujer pero ahora el que debe ser confesado soy yo. Mientras Jorgina hablaba no sé por qué motivo sentí un alivio de saber que no tenía que entregarse a su cónyuge sin amor. No comprendo de donde me vienen estas sensaciones pero después de confesarla fui yo el que recé quince Ave María y quince Padres Nuestro, mientras que a ella solo le mandé a rezar la mitad.

Ayúdame señor. Soy tu siervo y fiel servidor. Ayúdame a mantenerme en el camino correcto y saca de mi toda impureza de pensamiento.


YO CONFIESO (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora