47

94 6 8
                                    

Dios,

A pesar de las cosas que no relaté y aun sabiendo que pudiera escribir mucho más, creo que este diario ya ha cumplido su cometido. Comencé a escribir como un pasatiempo que a la vez llevaba cuenta en estas lineas del progreso de mi misión. Poco a poco este cuaderno se convirtió en la línea directa de mi comunicación contigo, Padre; pero luego la maraña de emociones lo enredó todo. El diario de un cura enfermo de amor.

Sí, ya sé. Ya sé. Los rezos suplicantes se desvanecieron en el aire hace mucho tiempo atrás. Las confusiones y las intrigas fueron develadas cada una a su tiempo y hasta hoy que todo ha concluido me pregunto si todavía debería conservar estas páginas.

Esta mañana, durante mi escapada al rio, no imaginé como acabaría la tarde.

Jorgina vino a verme temprano.

Había yo vuelto de dar veinte vueltas al campo. Me acababa de bañar y me había puesto ropa fresca. Ella entró a la salita cuando terminaba de hacerme el desayuno. Me abrazó por la espalda mientras yo sostenía el sartén en el aire con los huevos friéndose en su interior.

Me di la vuelta y ella no esperó para darme un beso, de esos rápidos pero golosos que te muerden y te chupan la boca en un segundo y te dejan con el hambre de querer más.

— Vamos al río — dijo.

—¿Nosotros solos?

— ¡Claro! A esta hora no hay nadie. Todos los mozos están atendiendo sus fincas. Los demás están en el mercado.

Era el día de mi última misa, y aunque la ceremonia se celebraría a las cuatro de la tarde, pensaba en ver a Jorgina tan solo hasta después de la eucaristía; pero como siempre no pude resistirme. No pude decir no. La miré mientras mis mente coordinaba algo que decir.

Ella me tomó las manos y las colocó sobre sus senos.

— Aprieta. Siente esto.

A través del vestido, apreté sus senos como un autómata. El volumen total salia fuera del alcance de mi palma pero la invitación al contacto de tan delicada zona me producía un placer enorme. Su forma redondeada y su temperatura cálida. Cada pecho cargaba su peso y era suave y maleable. ¡Jugosos mangos de mi perdición! Sus pezones escondidos comenzaban a despertarse con el roce de mi palma. Ya casi me sentía hipnotizado, palpando y apretando, en busca de no se qué cosa mágica.

— ¡Llevo traje de baño!

— ¡Ah! — dije atontado.

Jorgina tomó la cesta y me dio un bolso cargado de cosas; yo hipnotizado, simplemente caminé tras sus pasos.

El aire mañanero me refrescó los sentidos. Nos escabullimos fuera de las vistas matutinas y pronto saltamos la linde de un terreno vacío que hacía de atajo a la orilla del rio. Seguimos montaña arriba, sorteando matorrales, escuchando el cantar de los pájaros, saltando piedras y espantando bichos.

Al poco llegamos a un claro. Estaba un trecho del rio ante nosotros. Dos piedras grandes inmersas en el agua, solo dejaban ver sus lomos secos por el sol. La profundidad era buena para nadar y la corriente era suave pero divertida y supe al instante que este era un lugar de pura diversión.

Jorgina extendió una manta y sacó de la cesta, una botella de licor de naranja, frutas de estación, pan de maíz, conserva de guayaba y queso fresco.

Comimos y bebimos bajo la sombra de un árbol.

— ¿Entramos? — dijo suplicante.

— ¡Entramos! — contesté mientras me sacaba los pantalones y tiraba la camisa.

YO CONFIESO (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora