Capítulo 8 - Prevenciones.

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Biagio.

Cuando conocí a Mellea, nunca imaginé que lograría penetrar tan profundamente en mi ser, tanto en mi vida como en mi cama.

Siempre será mi perdición, un castigo que me atormenta sin descanso.

No puedo razonar, no tengo control sobre mi propia vida, especialmente cuando se trata de ella. Su mera presencia despierta en mí una furia incontrolable, una rabia dirigida más hacia mi propia debilidad por permitirle tener este efecto sobre mí.

La veo parada frente a mí, envuelta en ese traje que despierta sensaciones prohibidas en lo más recóndito de mi ser.

La bondad que una vez caracterizó su aura se desvaneció por completo el día en que Alessandra y Flavio fueron asesinados. Lo confirmé cuando intentó poner fin a mi vida. Contrario a lo que ella cree, su amenaza no me intimida en lo más mínimo; al contrario, despierta en mí una excitación peligrosa.

Anhelo tener el autocontrol suficiente para no ceder ante el impulso de tomarla entre mis brazos y demostrarle que nada ha cambiado entre nosotros. A pesar de los años transcurridos, su cuerpo magnífico, su belleza arrebatadora y sus ojos color caramelo que parecen transportarte entre el paraíso y el inframundo, siguen ejerciendo sobre mí un poderoso influjo.

No puedo dejar de desearla, especialmente con la provocativa curva de su trasero.

Es evidente que Mellea ha sellado un pacto con Tarshkan, pues es la única capaz de empuñar el arma y desafiarme a muerte y no fallecer en el proceso, esa es una consecuencia directa de que jamás permitiré que se me falte al respeto.

—Entonces, al final, ¿me darás lo que quiero? —le aseguro, con determinación en mi voz.

—Ya te dije que no, Biagio. Nada ha cambiado —ella se cruza de brazos con firmeza—. Solo devuélveme a mis guardias y te prometo que no intentaré nada más en tu contra. Lo demás, no lo obtendrás.

La ira se desborda en mi interior, deseando poseerla aquí y ahora para mostrarle que su cuerpo anhela lo que su boca rechaza.

—¿Estás segura de tu decisión? —pregunto, con un tono casi burlón.

La veo titubear, observo cómo se muerde el labio y siento la tensión en mis pantalones aumentar de forma tortuosa.

—Estoy segura —responde, con determinación.

No importa si me gusta o no, pero no me rebajaré a rogarle. Si quiere jugar a ser indiferente, que lo haga.

Le doy una última oportunidad con la mirada, pero parece decidida a mantener su postura. «Perfecto.»
pienso, mientras doy una última calada al cigarro y lo apago en la mesa.

—De acuerdo, a partir de ahora no volveré a buscarte —aseguro, sin lograr obtener una respuesta diferente en su rostro—. Sin embargo, espero que cumplas tu palabra, porque la próxima vez, créeme, no te daré la oportunidad de dialogar.

Sin dejarla replicar, me retiro. Por hoy, es suficiente.

Al pasar sobre el cuerpo inerte del inservible, me dirijo al pasillo y observo cómo retienen a los inútiles de Mancini, apuntándolos con armas.

—Sueltenlos —ordeno a mis Soldatos, que me miran incrédulos—. ¿Hablo alemán o qué demonios?

Ambos asienten como idiotas, liberando a los prisioneros.

—Tienen 10 segundos para largarse —les advierto mientras pasan a mi lado, dirigiéndome hacia la otra sala donde se encuentran el resto de los Soldatos. Milo, Levin y Dante muestran rostros sombríos.

Traición LetalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora