—Tenías razón en algo, si tuvimos una vida tranquila. Vivíamos de la pensión de mi abuelo, él fue veterano de las fuerzas armadas y tenía discapacidad en una de sus piernas — el recuerdo de su bastón de madera viene a mi mente, sabías que se te iba a acercar por el ruido del golpeteo de la madera contra el suelo —, no le pagaban demasiado, pero sí lo suficiente para no preocuparnos a fin de mes.
—¿Tu abuela no trabajaba? — pregunta en voz baja.
—No, vivíamos de dos pensiones en realidad, la de mis abuelos — agrego —, mi abuela se jubiló de secretaria en una empresa de seguros años atrás. A veces salíamos a pasear, aunque no era lo mejor para la seguridad de mis abuelos, a Joseph y a mí no nos afectaba tanto.
Además, éramos solo cuatro, y nunca fuimos personas ambiciosas.
>>La rutina era la misma, escuela, regresar a casa, cocinar, hacer tareas y ver un poco de televisión. Los fines de semana caminábamos un poco por el barrio, íbamos al mercado y miramos televisión — sí, esa rutina me aburría. Me daba envidia escuchar las anécdotas de mis compañeras sobre cómo iban a parques de diversiones o a otros países, para mí eso era surreal.
—¿No iban siquiera a un restaurante popular? — me pregunta —, o al menos al cine, digo no son cosas demasiado caras...
—Sé lo que estás pensando, pero no, no llegábamos a ese nivel de tacaños — claro que salíamos a echarnos unos gustos, pero era una vez al mes, lo teníamos como promesa —. Pero mis abuelos ahorraban mucho de sus pensiones, tenían un fondo para nuestros estudios universitarios, eso nos motivaba a no pedirles demasiado — parece entenderlo con esto último.
Doy una pausa antes de seguir, antes de contar la tragedia.
>>Toda esa paz de la que no éramos conscientes que teníamos, se vio afectada con la llegada de los Petterson — todavía recuerdo ese siniestro camión de mudanza y esa furgoneta naranja en la que iban esos cinco seres del demonio —, se mudaron justo a la casa del lado, en diciembre de hace un año. Se volvió toda una noticia, muchos vecinos les dieron la bienvenida, incluyéndonos. Al inicio parecían inofensivos, la mujer, Molly me obsequió un par de pendientes y Jaime, el menor de los Petterson, jugaba con mi hermano.
—¿Cuándo comenzaron los problemas?
—El primer mes fuimos muy hospitalarios, los invitamos a comer un par de veces, también mi abuela les cocinó un pastel — todavía recuerdo el olor rancio que salía de la puerta de esa casa, cuando les fui a dejar el pie de manzana —. A pesar de eso, siempre mantuvimos una distancia respetuosa. Pero ellos malinterpretaron nuestros gestos amables — bajo la voz —. La primera señal de que algo no estaba bien con ellos fue cuando los tres hijos entraron a nuestra casa, ni siquiera se dignaron en llamar a la puerta. Mi abuela estaba cocinando estofado, yo la estaba ayudando, cuando los vimos entrar...
—¿Les hicieron daño? — pregunta Skandar frunciendo el ceño.
—No, aún no — dejo mi vista puesta en la ventana —, pensaron que el estofado también era para ellos. Desde que entraron comenzaron a tomar nuestra comida, y casi le hacen un drama a mi abuela solo porque ella les dijo que no les iba a alcanzar — les encantaba hacerse las víctimas, por eso caímos un par de veces —. Sus padres eran muy descuidados, y no ayudó la enfermiza delgadez que tenían, por eso cedíamos con ellos, ya sea con un sándwich o una bebida. Les gustó tanto nuestra amabilidad, que se les volvió costumbre invadirnos dos o tres veces por semana.
—¿Alguna vez les robaron otra cosa?
Asiento.
—Sí, no eran tan descarados como con la comida — me recuesto en la almohada —, de vez en cuando un billete se desaparecía, a veces eran unos calcetines. Pero no lo teníamos que pensar tanto, porque ya sabíamos quiénes eran los autores de esos robos.
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Mirada Cruel
Ficção AdolescenteEn la ciudad de Nueva York nada es lo que parece. Y Nataly lo supo muy bien... a las malas. *** Nataly no sabía a lo que se enfrentaría cuando el magn...