25. Los Crawford

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Last Train— Way out

Cuando el taxi se detuvo frente a la casa de sus padres, estuvo a punto de ceder al miedo y en cambio pedirle al conductor que diera media vuelta y que lo regresara al aeropuerto. Ni siquiera le habría molestado malgastar un boleto de avión si eso aseguraba su paz mental. O su cobardía, lo que sea que fuera. Pero era como todo en su vida, si empezaba a correr no se detendría nunca y le bastaba con saber que ya estaba actuando de manera errática como para también tener que agregarle el haber huido de su familia cuando acordó  presentarse al almuerzo de cumpleaños que organizaron para su padre.

Así que con toda la reticencia del mundo bajó del auto luego de pagar. Escuchó el taxi alejarse, pero se negó a avanzar de inmediato. De hecho no podía, porque por un instante fue como si sus pies se quedaran anclados en la acera.

Esa era la casa de su infancia. Un lugar que debería inspirarle calidez y sociego. Debería anhelar volver ahí cada cierto timpo como sucedía a algunas personas. Para él nunca fue así. Tenía emociones ante la idea de estar en casa, sin embargo no eran del todo agradables. Conflicfivas, contradictorias, emociones que lo llenaban un poco de ansiedad, pero no agradables.

Observó la casa de dos pisos con detenimiento. Tenía un caminillo de entrada, un porche cuyos escalones y barandilla habían sido recién pintados. No había un jardín feliz y colorido como muchas otras casas en esa misma calle. Solo unos escuetos arbustos y grava. Impecable, pero tan fría que bien podría ser la casa en una exhibición inmobiliaría. De hecho si que parecía la típica casa estadounidense de catálogo, ya que también tenía una bandera en el costado derecho del porche, ondeando orgullosa. Su padre era muy patriota.

—Dios bendiga a los Estados Unidos de América— murmuró el rubio antes de empezar a moverse por fin.

Apretó el asa de la bolsa que llevaba en la mano izquierda. El regalo que había comprado a su padre. Y como no tenía la más remota idea de lo que podía gustarle, se fue por el kit básico de supervicencia para hijos que no saben que regalar a su padre: un juego de billetera y cinturón de cuero, además de una loción que tenía un aroma recatado y elegante. Al menos la fragancia si que se parecía a las que su padre solía usar.

Cuando llegó al porche la puerta se abrió y ahí estaba Gerry, su hermano mayor. Él era alto, delgado y de rostro enjunto como su padre. También había heredado las cejas pobladas y los ojos avellana que eran capaces de emitir desaprobación sin siquiera una palabra. Pero al menos en ese momento estaba dándole una pequeña sonrisa, como si en verdad se alegrara de verlo. Bien, ahora se sentía mal por no haber traido regalos para todos. Reprimió una mueca y en cambio le devolvió la sonrisa.

—Dichosos los ojos que te ven, Deirick.

—Ha sido un tiempo— dijo con un poco de torpeza. Nunca había sabido como tratar a Gerry. No es que haya sido malo con él, es solo que siempre se le antojó un poco intimidante.

En especial porque sin duda Gerry si que era el prototipo de hijo perfecto que sus padres habían querido. Y oye, también era su hijo biológico por lo que eso le daba incluso más puntos. Gerry tenía cuarenta y cinco años si no  recordaba  mal. Por supuesto había estudidado una carrera contable y trabajaba con su padre en la oficina de la que este era dueño. Era su mano derecha. Y como plus, estaba casado con una mujer encantadora que trabajaba como asistente ejecutiva en una empresa importante. Tenían dos niñas. Y por supuesto no había que olvidarse de que ya había pagado la hipoteca de su casa; esa era la vida hecha a la que sus padres se referían.  Vaya si eso no se sentía como un puñetazo en el hígado.

A Lonely Heart Song © (Love & Music #3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora