32. La calma antes de la tempestad

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Había luna nueva y el bosque estaba más oscuro que nunca. Era casi imposible ver más allá de unos pocos metros y los árboles surgían ante él como si la oscuridad los vomitara de pronto, confundiéndose entre sí en un amasijo de ramas y troncos. La tierra, recién mojada por la lluvia, lo obligaba a pisar despacio para no resbalar, y el olor a humedad se le metía en la nariz inundándolo todo.

Era difícil orientarse en esas condiciones, pero aún así había decidido no encender la linterna: necesitaba ser parte del bosque. Conocía esos parajes mejor que nadie y tenía el oído muy bien entrenado, así que continuaba avanzando con cautela, con toda su atención concentrada en los ruidos que surgían a su alrededor, los que de vez en cuando se mezclaban con el viento que silbaba entre los arbustos y movía las ramas como si se tratase de manos dispuestas a alcanzarlo.

Aguzaba el oído a cada paso, sintiendo cómo la adrenalina recorría todos los rincones de su cuerpo diciéndole que este era su lugar. Sí, pertenecía aquí, al bosque húmedo, a la oscuridad, al peligro excitante de la cacería. Por primera vez en su vida se sentía vivo, más vivo que nunca, y disfrutaba en cada poro de su piel esa sensación de animal al acecho que debe guiarse casi únicamente por el instinto.

Nunca antes había sido tan feliz...

Ese fue el comienzo de su verdadera vida. Esa noche murió el hombre y nació la bestia libre, que se relamió de gusto cuando algo diferente lo hizo ponerse en guardia y girarse con rapidez hacia su derecha: el sonido liviano, casi imperceptible, de un quejido...

Agente: ¿No bajará del coche, Jefe?

Alan abre los ojos y se voltea hacia el agente, aún descolocado, con la mente puesta en los recuerdos que acaban de sacarle una sonrisa involuntaria. Ve entonces que el otro le espera respetuosamente junto a la puerta del auto, pues los forenses hace tiempo que han entrado a la estación, y le pide disculpas con un gesto vago:

Alan: Lo siento, me había quedado con la cabeza en las nubes por un momento.



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Jake baja las escaleras con cansancio y se encuentra a Lilly allí esperándolo, visiblemente preocupada:

Lilly: ¿Cómo está Hannah? ¿Lograste calmarla?

Jake: Creo que sí... Al menos pude convencerla de que duerma un poco, me dijo que lo haría.

Lilly: Vale, eso es algo. Gracias por intervenir, Jake. Si no te la hubieses llevado del salón no sé lo que habría pasado...

Jake: No tienes que darme las gracias por eso, Lilly. Tú y Hannah son importantes para mí y quiero que estén bien siempre que sea posible.

Jake ha dicho esa frase con total tranquilidad, como si diese por hecho que Lilly ya lo sabía, y ella no puede evitar sonreír conmovida: quizás él no se haya dado cuenta, pero es la primera vez que le dice algo así. Su corazón da un latido de sincero agradecimiento, aunque prefiere no demostrarlo porque aún no sabe muy bien cómo comportarse a su alrededor.

Por otro lado, hay algo más que necesita conversar con él, y cambiando de tono pregunta casi en un susurro:

Lilly: ¿Le contaste sobre... sobre quién eres realmente?

Jake: No, no lo hice. Ciertamente no soy bueno leyendo a las personas, pero esta vez incluso yo puedo darme cuenta de que esa infomación podría desestabilizarla más.

Lilly: Quizás tengas razón, puede que diciéndoselo consigamos que pierda la confianza que ha depositado en ti... ya sabes, por aquello de que no se lo dijiste antes... No obstante, aún así creo que no debemos demorar esa conversación, Jake. Tenemos que hacerlo ya.

Duskwood: el hombre tras la máscaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora