Capítulo 2: Realidades que asustan.

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Mariana

Bebía una taza de café mientras pasaba la entrevista al ordenador. Afuera estaba lloviendo, un clima típico de septiembre, mes de temblores y otros desastres naturales en México.

Habían pasado unas horas desde lo ocurrido en la cárcel y la sensación de sus dedos en mi garganta no desaparecía, pero era más poderoso el escalofrío que atenazaba mi cuerpo cada vez que repetía sus palabras en mi cabeza, no fui capaz de reproducir la grabación hasta ese momento, lo que me dijo quedó grabado... en todas partes.

Quise pensar que solo lo hizo para asustarme, los tipos como Nicolás apuntaban hacia mujeres que podrían ser todo lo contrario a mí, chicas de caderas exuberantes, traseros y tetas grandes, con olor a perfume caro y boca color carmín.

Podría estar siendo prejuiciosa y erraba en mi pensar, pero con tanta experiencia en narcos, era a la conclusión que llegaba, sus mujeres siempre compartían ese patrón, por supuesto, había unos cuantos que elegían con el corazón, aunque apenas llegaba a contar un par.

Mi teléfono sonó con el tono de llamada de Julián, mi pareja y con quien llevaba viviendo ya casi seis años. Contesté enseguida.

—Hola, corazón —saludé ausente, di un sorbo a mi café que me supo delicioso.

—Hola, ¿cómo te fue en la entrevista? Apenas tengo tiempo de llamarte, hubo mucho movimiento en la ciudad.

—¿Algo malo? —Averigüé interesada.

—Más de lo mismo, amor, asaltos, violencia intrafamiliar y un decapitado. —Negué despacio. El pan de cada día.

—¿El narco dejó un mensaje? —Chasqueó la lengua.

—Ninguno. A veces llego a pensar que los asesinos son gente ajena a ellos y los usan como coartada.

—Sí, ya me lo habías dicho —comenté pensativa.

A veces, mejor dicho, siempre temía por él.

Julián era un policía judicial y a pesar de que no iba por ahí echando plomo como los soldados o los federales, de vez en cuando participaba en ello, además, corría peligro solo por llevar una placa, así como yo lo hacia por portar una voz y una cámara.

Los periodistas parecíamos estar condenados en este país, nadie nos protegía, al menos yo tenía a Julián, pero había tantos colegas que perecieron solo por no quedarse callados, tal como lo hizo papá.

—No me dijiste cómo te fue —insistió. Escuché que quitó la alarma de nuestra casa. Al fin había llegado.

—Bien, Ferrer respondió sin problema —dejé la taza sobre el escritorio y revisé la respuesta sobre el presidente—, mencionó al presidente, no eludió mi pregunta como lo han hecho todos.

Un silencio fue lo que recibí del otro lado de la línea. Sabía que escucharlo no le emocionaba para nada. Él al igual que mamá, temían que hurgara de más y acabara como papá, pero yo no tenía miedo.

—Mariana —se quejó—, deberías dejar ese tema en paz. Meterte con el presidente es peligroso, más aún si de verdad está coludido con el narco.

—Sabes que sí lo está y no tengo por qué ser una cómplice más, cientos de personas prefieren callarse por miedo, Julián, yo no lo haré —dije firme—, y si me manda matar, bien, al menos dejaré la verdad a la luz.

—No permitiría que nada te pasara, pero estás arriesgándote mucho.

—Lo sé y estoy consciente de ello —suspiré—, se lo prometí a papá, Julián, a él lo mataron porque quiso exponer a ese pedazo de mierda que es nuestro presidente.

Gris oscuroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora