Capítulo 37: Infierno en carne viva.

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Nicolás

Los cuatro bajamos de la camioneta al mismo tiempo.

No esperamos que los enemigos se acercaran más, comenzamos a disparar y ellos respondieron al fuego. Las balas rebotaban contra el blindaje de las puertas, pero no nos serviría por mucho tiempo; así que me encargué de matar los más que pude, dándoles en la cabeza, los ataques en otros lugares del cuerpo no funcionaban por la ropa que usaban y que los protegía.

Logramos que no siguieran avanzando, pero aunque hayamos derribado al menos a diez de ellos, de las camionetas bajaban más hombres y de nuevo nos hacían retroceder al inicio. Las balas se me terminaban, Omar y yo éramos los únicos que todavía teníamos municiones.

—¡Sube! —Ordené hacia Mariana, que se quedara fuera de la camioneta la volvía un blanco más fácil.

Ella no tuvo más remedio que obedecer, se quedó agachada a mi lado, entre el asiento del chofer y el trasero. Mi dedo se movía con celeridad, no paraba de disparar a mis objetivos, derribando a algunos, matando a otros, sin embargo, no parecía tener fin.

Me puse de cuclillas para meter el último cargador, cuando vi el cuerpo del chofer caer a mis pies. Solté una maldición y miré a Mariana mientras Omar también recargaba con sus últimas balas.

—Perdón, amor —la tomé del cuello y planté un beso en sus labios, quizás el último que iba a darle—, lucha por tu vida, no te me vengas para abajo, ellos no nos van a matar rápido. Lo sabes, ¿no?

—No tengo miedo, Nico. —Sonreí, eso lo tenía claro.

—Si puedo lograr que salgas de aquí con vida, lo haré, si te digo que corras, tienes que correr.

Negó, mirándome con reprobación.

—Nunca te voy a dejar atrás, Nico.

—Tienes que hacerlo, ¿entiendes? Porque siempre correré detrás de ti, me arrastraré de ser necesario para alcanzarte. Mi vida es tuya, Mariana —presioné nuestras frentes con fuerza—, y mi corazón también.

Me aparté de golpe y enderecé la espalda, descargando las balas que me quedaban mientras algunas me rozaban los brazos. Omar yacía en el interior de la camioneta al igual que Mariana, ninguno podía hacer nada, solo esperar a que yo terminara para ponerle fin a esto.

La sangre se deslizaba por mi piel y empapaba mi ropa, la suciedad se adhirió a mi cara y manos, el calor era sofocante y los sonidos constantes de las armas dejaron un malestar en mis oídos. Luego, disparé la última bala, matando a otro más, pero habían quedado al menos diez en pie y todos seguían armados.

El fuego se detuvo, respiraba agitado, el sudor caía por mi frente. Entonces, vi a Mariana bajar de la camioneta y dirigirse a paso rápido hacia la muerte.

Maldije y cerré la puerta de golpe y a grandes zancadas alcancé a Mariana, momentos antes de que esos cabrones nos sometieran y nos desarmaran de inmediato. Ni ella ni yo luchamos, porque eso solo nos haría gastar energía que íbamos a necesitar para lo que se nos venía.

Un golpe en mi abdomen me sacó el aire, otro más en mi espalda intentó doblegarme, pero no sucedió, así que golpearon mis rodillas y estas tocaron el suelo, después, me encontré recostado boca abajo mientras me esposaban las manos detrás de la espalda y mi boca se llenaba de tierra.

Mariana seguía en pie, sujeta por dos hombres, ella forcejaba para soltarse y no fue capaz de mirarme. Aparté la vista un momento hacia Omar, quien también fue puesto sobre el suelo, justo a mi lado. Estaba demasiado herido.

—¡Pero si han hecho un caos! —Dijo Elías, acercándose al fin— Y para nada.

Uno de los imbéciles me levantó del suelo, dejándome arrodillado, al mismo tiempo que lo hacían con Omar. Elías me miró fijo, dirigiéndose a mí envuelto en un traje caro y destilando una grandeza que no tenía; hacia esperar a Mariana, dejándola para el final.

Gris oscuroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora