Epílogo

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Reinaba el silencio en la estancia, y éste sólo se veía interrumpido por los pasos firmes y nerviosos que recorrían el pasillo de la segunda planta. Terry se creía capaz de hacer un hoyo en el suelo, si seguía de ese modo, e incluso así, no podía detenerse.

Se acarició la incipiente barba que crecía al llevar casi un día en el mismo intranquilo paseo. Sin embargo, se detuvo al escuchar un gemido especialmente desgarrador que estuvo a punto de hacerlo perder el control.

Llevaba horas oyendo los jadeos, gemidos y sofocados gritos que emitía su mujer y se odiaba por ser el culpable. Todos sabían lo que ocurría cuando un hombre derramaba su simiente en una fémina, y también era de manejo popular que dentro de nueve meses, el fruto de aquello tendría que salir, causándole horribles dolores a la madre en cuestión.

Soltando improperios contra sí mismo, se sentó y ocultó el rostro entre las manos. Sabía que Candy había estado feliz de tener a su hijo, de quererlo y protegerlo. Se portó de forma impecable durante la gestación y ahora, durante el parto, ella se cuidaba de no gritar para no alarmarlo. Siempre era tan silenciosa, tan precavida y amable con todos, que no podía evitar la culpa que sentía al saber que era el responsable de que estuviera sufriendo, luchando por traer a su hijo al mundo. Y pese a saberlo, no era capaz de evitar el orgullo, el amor y el sentimiento de insana posesión que embargaba su pecho.

Al oír un grito ahogado, se tiró de los cabellos y prometió no volver a ponerle un dedo encima, si su mujer salía con vida. No iba a someterla al infierno otra vez, y por este mismo motivo, no lograba entender a aquellos que embarazaban tantas veces a sus esposas, ¿acaso no sabían, o no entendían el padecimiento de ellas? Él percibía que aquellos sonidos dolorosos, le aceleraba el corazón y se sentía francamente incapaz de volver a hacerla pasar por lo mismo. Lo único que conseguía aplacarlo un poco, era saber que Pony estaba colaborando con el parto de Candy, y era una matrona experimentada. Había lidiado con alumbramientos en los que peligraba la vida de la madre y el bebé, y había conseguido salir airosa. Ella fue quien detectó los síntomas, y preparó todo, porque él se vio impotente al ver sufrir a su hermosa esposa. Sin embargo, llevaban horas ahí dentro y Terry desconocía por completo la evolución de las cosas.

- Tranquilo, todo va a salir bien. Candy es una muchacha fuerte y te dará hijos iguales.

- ¿Hijos?  - Interrogó a Charlie, con los ojos desorbitados.
- ¡Jamás volveré a someterla a esto! - Expresó con enfado.

- ¿Pretendes mantenerte y mantenerla célibe?  - Tenía la ligera impresión de que el Castaño se burlaba de él.

- Si es necesario. - Respondió con firmeza. - Y no espero que lo entiendas, pero imagina a Dory en la situación de mi esposa. Si la escucharas llorar y la vieras sufrir por tu causa, ¿no tratarías de evitarle el dolor? -- el Lord no esperó respuesta, sólo miró al frente y por tanto se perdió la expresión seria de Charlie, que parecía reflexionar sobre las palabras de Terry.

- Bueno... - Pero jamás sabrían qué quiso decir el Castaño, porque un vigoroso llanto infantil interrumpió el silencio, y se oyeron exclamaciones de regocijo por toda la casa. Pasaron unos minutos sin que el hombre fuera capaz de moverse y entonces, angustiado se dirigió a la puerta y sin esperar que lo invitaran, entró a la habitación que solía ser de Candy.

- ¿Qué haces aquí?  - Regañó Pony, inclinada sobre una lánguida Candy, que justo sobre el pecho sostenía un hermoso niño que se movía con desesperación, tratando de encontrar alimento. -- Tienes que salir, vete.  -- Conmovido por la escena, fue incapaz de moverse. En el rostro de la joven brillaba una sonrisa, y pese a verse demacrada, le pareció la mujer más hermosa que sus ojos hubieran visto.

LA NIÑA DE MIS SUEÑOS Donde viven las historias. Descúbrelo ahora