Capítulo 38: Reencuentros

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Recobrando su consciencia paulatinamente, y al mismo tiempo que su mente empezaba a absorber recuerdos que él no recordaba haber vivido, Harrison abrió sus ojos con bastante pesadez y permitió que su vista, su nueva vista, se aclimatara al lugar en el que se encontraba. ¿Dónde estaba? ¿Qué eran todos esos recuerdos que golpeaban su mente y espíritu?

Él se percató que su cuerpo, totalmente sano y en plenitud física, se encontraba tumbado boca arriba, completamente solo, escuchando el silencio que ofrecía la nada del lugar y sin poder mover ni un solo músculo; parecía como si estuviese en una especie de sueño eterno.

Una vez más, notó que nadie lo vigilaba. No había nadie más en ese lugar. Ni siquiera estaba del todo seguro dónde estaba. ¿Dónde estaba? ¿En qué clase de lugar se hallaba?

Al cabo de mucho rato, o tal vez de muy poco, se le ocurrió que él debía de existir en ese lugar, ser algo más que un simple pensamiento incorpóreo dentro de la nada, porque no cabía duda de que se encontraba acostado sobre algún tipo de superficie. Era evidente, pues, que conservaba el sentido del tacto y que aquello sobre lo que se apoyaba también existía.

En cuanto llegó a esa conclusión tomó conciencia de su desnudez, pero, sabiendo que se encontraba solo, no le importó, aunque sí lo intrigó un poco. Se preguntó entonces si, además de tener tacto, podría ver más allá de su alrededor.

Efectivamente, cuando lo hizo, se percató que, en ese instante, yacía en medio de una brillante neblina, aunque diferente de cualquiera que hubiera visto hasta entonces: el entorno no quedaba oculto tras nubes de vapor, sino que, al contrario, era como si estas aún no hubieran formado del todo el entorno. El suelo parecía blanco, ni caliente ni frío; simplemente estaba ahí, algo liso y virgen que le daba soporte a algo que parecía casi invisible.

Se incorporó. Su cuerpo estaba aparentemente ileso de cualquier parte. Se tocó la cara y notó que ya no llevaba gafas. Ciertamente no las necesitaba.

Entonces percibió un ruido a través de la amorfa nada que lo rodeaba: los débiles golpes de algo que se agitaba, se sacudía y forcejeaba. Era un ruido lastimero, y sin embargo un poco indecoroso. Tuvo la desagradable sensación de estar oyendo a hurtadillas algo secreto, vergonzoso. Y por primera vez lamentó no ir vestido.

En cuanto lo pensó, una túnica de color blanca apareció a su lado. La tomó y, sin pensarlo demasiado, se la puso; la tela era cálida y suave, y estaba limpia. Le pareció extraordinario que hubiera aparecido así, de repente, con sólo desearlo...

Por fin se levantó y miró alrededor. ¿Acaso se encontraba en una especie de enorme habitación? Cuanto más miraba, más cosas detectaba a sus alrededores, por ejemplo, un enorme techo abovedado de cristal que relucía bañado por el sol. ¿Se trataba acaso de la habitación de un palacio? ¿Podría alguien vivir en ese lugar? Todo continuaba quieto y silencioso, con la única excepción de aquellos golpecitos y quejidos provenientes de algún lugar cercano que la neblina le impedía situar...

Harrison giró lentamente sobre sí mismo, y fue como si el entorno se reinventara ante sus ojos revelando un amplio espacio abierto, limpio y reluciente, una sala mucho más grande que la mostrada hace un par de segundos rematada por aquel transparente techo abovedado.

Estaba casi vacía; él era la única persona que había allí, excepto... Retrocedió, porque acababa de descubrir el origen de los ruidos: parecía una especie de masa de color negro y se veía bastante viscosa. Yacía estremeciéndose bajo la silla donde lo habían dejado, como si fuera algo indeseado, algo que había que apartar de la vista. No obstante, intentaba ¿respirar?

Al verlo, Harrison sintió una sensación de rechazo, y leve temor, hacia aquella masa negra. Aunque aquel ser, o cualquier cosa que fuera, era pequeño y frágil y estaba herido, el joven Peverell, por razones que no comprendía, no quería acercarse a él. No obstante, se le aproximó despacio, preparado para reaccionar hacia atrás en cualquier momento. No tardó en llegar lo bastante cerca para tocarlo, aunque no se atrevió a hacerlo. Se sintió cobarde. Se sintió como si ya supiera qué era esa cosa...

El último descendiente PeverellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora