II

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Encuentros destinados

Orihime vivía en una constante depresión, pues casi no le ponían atención. Su hermano, su mejor amigo y su compañero estaba siempre ocupado, siempre cansado. Sí le regalaba un vestido, un oso o un libro, era una alegría momentánea, pues luego de máximo una hora ya tenía que irse o prefería dormir. Así que para animarse, la pelirroja le ponía nombre a sus juguetes y platicaba con ellos. Ya había leído todos los libros que tenía, una y otra vez, eran pocos por lo que ya sabía todo lo que podían ofrecer sus páginas.

Sora siempre que podía compraba algunas cosas como crema de concha nácar o jabón de burra, para cuidar de la belleza de su pequeña hermana. Quizá no se daba cuenta que la menor no era su hija, pero al crecer la niña e irse convirtiendo en una adolescente, el muchacho se fue enamorando de la dulce e inocente Orihime. Aquello ya era un amor enfermizo, una obsesión trastornada y retorcida. En especial al verse expuesto a una constante falta de aprecio y respeto de los hombres hacia las mujeres.

Como cantinero podía mirar de primera mano todo lo que ocurría en el salón. Al principio era un poco difícil, ya que Nifune solo le había enseñado los tipos de alcohol, los vasos, a sumar y restar para entregar la cuenta; no le explicó lo que pasaba en el recinto. Su única indicación fue no hablar mucho con los clientes, responder a sus preguntas con el menor número posible de palabras y tener siempre vasos limpios. Algunos hombres de buena posición económica llegaban, con elegantes trajes costosos y se sentaban en las mesas redondas frente al escenario. Entonces aparecían un par de chicas, con medias hasta la mitad de la pierna, con brillantes zapatillas negras; vestidos cortos del frente, una cola de pato larga atrás y un ajustado corsé. Lucían sofisticadas con los peinados esponjosos y su maquillaje sensual.

Un muchacho de solo 14 años se vio abrumado por la naturaleza seductora de las damas. Encantado cuando salieron las danzantes con esas plumas, moviéndose como flores al viento en el escenario, con giros y saltos mientras tocaba otra doncella la pianola. Era inusual que el respeto que normalmente un hombre le debe a una mujer en esos momentos era relativamente débil. Más de uno de los caballeros puso algún billete entre los senos de las meseras, peor ellas lo permiten sin queja. Pará Sora era inaudito, un hombre educado no debe de tratar así a una mujer, no importa su clase social, él creía que merecían dignidad, que debían ser menos tolerantes. Sin embargo, su gran pregunta fue ¿por qué? Porque las chicas no les daban una buena bofetada por atrevidos, ¿por qué dejaban que les dieran una nalgada o las tomarán por la cintura para sentarlas en sus piernas? Pará el varón Inoue era decepcionante la actitud de esos hombres que se creían superiores socialmente sólo por su dinero, pero era aún más indignante que una mujer lo permita. Un día siendo un poco mayor y más curioso por instinto natural le preguntó a la dueña del sitio.

- ¿Por qué señora Nifune? - dijo el adolescente

- Porque no fuimos bendecidas con una buena casa como le dicen. Nacimos en lugares con padres que no pensaron en nosotras, que solo pensaron en su placer... y por ese mismo placer es que estos hombres vienen, pagan... podemos perder cierto orgullo, dignidad, incluso parte de nuestro corazón... pero no perdemos nuestra fe en la vida... en qué pese al sufrimiento... debemos vivir hasta que Dios nos llame a su lado... - respondió la mujer

El de cabello gris era inteligente, pero le faltaba experiencia, para entender la complejidad de esa idea, de aquella filosofía retorcida por una sociedad hipócrita. Confundido Sora sólo miró el salón como un todo, eran hombres y mujeres, todos sin pudor, moviéndose por lo que el sexo opuesto puede ofrecer, aunque eso significaba vivir en la oscuridad de una doble moral.

La prostituta de la calle 224Donde viven las historias. Descúbrelo ahora