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Rosario 1998

El padre de Benjamín solía repetirles a sus hijos que no dejarán nada para adelante, y así llevaba su vida. Pertenecientes a la clase media de Rosario, su trabajo como profesor de historia en la secundaria del Colegio San Bartolomé, no le había hecho resignar nada de lo que había deseado. Casado con Dora, su novia de toda la vida, a quien a sus 56 años seguía viendo tan hermosa como el día que la conoció, había conseguido que sus dos hijos estudien en el colegio inglés, en el que él dictaba clases. A fuerza de horas extras y clases particulares, costeaba la abultada cuota y aunque apenas quedara para algo más, tenía una gran imaginación para convertir cualquier paseo en una excursión exótica. 

La infancia de Benjamín y Tomas, su hermano menor, había estado plagada de picnics al costado del río, travesías por reservas naturales y expediciones espaciales a bordo de naves de cartón que despegaban desde el patio de la casa. La adolescencia trajo sus rispideces, el hecho de que los chicos disfrutaran tanto del rugby y su padre no tenga la más mínima idea de lo que se tratara, los había alejado un poco. Pero, siempre dotado de un gran ingenio y  una enorme fuerza de voluntad, Don José, no sólo se había interiorizado en el mundo de este deporte, sino que también se había ganado el afecto de la mayoría de los compañeros de sus hijos. Dueño de una honestidad de caballero y un corazón de niño, su repentino paso al otro mundo, regó de tristeza el alma de cuanta persona lo había conocido.

La noticia de que su padre había sufrido un ACV mientras dormía fue difícil de procesar para Benjamin en medio del alto volumen de la música y el bullicio de la gente a su alrededor. Prefirió moverse hasta la vereda para comprender mejor, y cuando por fin las palabras se unieron en su  mente, el piso a sus pies pareció desmoronarse. Desde entonces solo podía recordar el fuerte abrazo de Martin, las luces de la autopista a gran velocidad y las lágrimas inundando los preciosos ojos de su madre. 

Los días que se sucedieron al entierro fueron los más tristes de su vida. Se permitió llorar cuantas veces sintió la necesidad, abrazó a tanta gente que ya había perdido la cuenta, lavó tazas de cafés que se rellenaban más a menudo de lo que hubiese querido y cada vez que levantó la vista, su amigo estaba allí. Recogiendo la mesa, cerrando  la puerta tras la salida del que se había acercado a dar las condolencias, una vez más o simplemente sentado junto a él, frente a un canal de deportes transmitiendo un partido del que ni siquiera podía reconocer las camisetas. 

-Gracias Tincho, si tenes que volver, andá.- le dijo en una oportunidad, culpable por sentir que había puesto su vida en pausa para acompañarlo. 

-Dejate de joder.- fueron las palabras que se limitó a contestar y continuó a su lado, sin darle importancia al comentario de su amigo.

Así pasaron el final del año, con alguna que otra escapada a Buenos Aires, retomando de a poco las charlas habituales y los pasatiempos. Benja, con el correr de los días y la contención de su amigo,  fue creando ese lugar tan vacío que suele dejar una despedida que nunca deja de doler, pero que se asienta en lo más profundo y permite volver a respirar con tranquilidad.

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