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2000

La primavera de ese año se planteaba como un gran preludio del verano en el que ambos amigos alcanzarían la mitad de sus carreras. Habían jugado la mejor temporada de su camada y estaban cerca de obtener el campeonato. Ese sábado tenían una fiesta a la que los habían invitado expresamente dos chicas del equipo de hockey. Con gran valentía los habían esperado al final de un partido, en la salida del vestuario y venciendo la timidez propia de la adolescencia, habían sido bastante convincentes como para que ambos se encuentren terminando de vestirse para asistir. Martin, dos años después, todavía albergaba la esperanza de volver a ver a la rubia de ojos grandes a la que no había podido explicar el motivo de su huida, si bien no dejaba de encontrar consuelo la mayoría de los fines de semana.

-Tincho, cortala con la rubia, tenes que pasar la página, las chicas que nos invitaron no estaban nada mal, divertite hermano.- le dijo Benja, mientras manejaban por la Panamericana de camino al Hindú Club. 

–Si yo no dije nada.- le respondió Martin, sin poder entender cómo su amigo siempre adivinaba lo que estaba pensando.

-Dale, vamos a divertirnos, yo manejo a la vuelta, tomate unas cervezas, charla con muchas minas y conseguí algunos teléfonos. Somos demasiado responsables, amigo. Nunca nos descontrolamos, siempre estamos salvando a los otros de las piñas o algún lío de polleras, si no nos divertimos ahora, ¿cuándo lo vamos a hacer? ¿Cuando tengamos 40 años, repletos de trabajo, teniendo que vender ese barco que tanto nos costó comprar para pagarle los estudios a nuestros hijos?- Martin se rió -¿Qué obsesión que tenés con los barcos? ¿Son todos los rosarinos así  o vos en particular? – le dijo divertido.

- Crecí al lado del río, mi viejo nunca nos hizo faltar nada, pero tampoco nos dábamos grandes lujos. Una tarde el colegio en el que trabajaba organizó un almuerzo, de esos lujosos que sólo había visto en las películas, y lo invitaron a mi papá con su familia. Me acuerdo que mi vieja se había probado todos los vestidos de cada una de las vecinas de la cuadra. Nos puso unos jeans, que me apretaban tanto, que si me acuerdo, todavía me duelen los huevos. Nos dio un sermón acerca de lo que se podía y lo que no se podía hacer, y nos fuimos hasta el muelle. Yo no tenía idea que íbamos a subirnos a un barco para llegar y cuando lo vi me quedé hipnotizado. Te juro, fue amor a primera vista, no viajamos más de 20 minutos pero fueron los mejores 20 minutos de mis, hasta entonces, 8 años. Desde ese día le rompí los huevos a mi viejo para que me llevara a ver los barcos y  con lo bueno que era y lo que le costaba decirme que no, el pobre me llevaba cada domingo al muelle. Se había hecho amigo de algunos de los empleados de la guardería Barlovento y de vez en cuando nos dejaban subir a alguno. Cuando fui creciendo, empecé a darme cuenta de lo que realmente salía tener uno y aflojé un poco con el tema, pero siempre tengo la esperanza de poder comprarme uno.-

Martin lo escuchaba atentamente, cada vez que hablaba de su padre, lo hacía desde la felicidad de haberlo tenido. Él lo había visto pocas veces, pero sentía que lo conocía a través de Benja. Su padre no se le parecía en nada, no era malo, pero casi nunca había tenido tiempo para jugar o llevarlos de excursión. Su vida era el trabajo. Si había algo que Martin había tenido claro toda su vida era que no se le parecería. 

–Bueno, cuando lo tengas, ¡me tenes que llevar a navegar!- Le dijo, palmeándole el brazo.

Llegaron al club y estacionaron debajo de unos árboles del sector que habían improvisado como estacionamiento. Ya había bastantes autos y la música se escuchaba desde lo lejos. En seguida divisaron a sus amigos y comenzaron a charlar mientras compartían unas cervezas.

Al otro lado del predio, Bianca se cambiaba su ropa de baile en el auto de Laura. 

–¡Tapame, no quiero que me vean!- le decía a su amiga en voz baja, mientras apelaba a toda su flexibilidad para sacarse las medias y ponerse el jean tiro bajo, que apenas cubría su ropa interior. –No se ve nada. ¡Dale apurate que ya no veo a las chicas!- le respondió Laura impaciente. Cuando por fin estuvo vestida, se puso sus zapatillas all star, color rosa chicle y comenzó a seguir a su amiga a través del césped. Había desistido de los zapatos de taco y las polleras cortas, la gran decepción de su primera fiesta, la hicieron cambiar de perspectiva y ahora asistía sin expectativas, disfrutaba de bailar y se divertía con los fallidos intentos de sus amigas por llamar la atención de los jugadores de primera. Al acercarse más a la multitud pudo ver a su amigo Leo. Leo, era un chico con el que, en principio, sólo compartía sus clases de baile, pero con el correr del tiempo se convirtió en su mejor amigo. Compartían la pasión por la danza y la música. Pasaban tardes enteras ensayando en el quincho de su casa y hacía pocos meses, se había animado a contarle que le gustaban los chicos. Ese secreto los unió aún más, verlo en la fiesta, a la que ella tanto le había insistido para que asista, la alegró tanto, que sin pensarlo corrió a abrazarlo. 

Martin desde la otra punta la reconoció, y si bien en principio albergó la esperanza de acercarse, el efusivo encuentro con aquel joven, alto, delgado, de cabello rubio prolijamente peinado; lo sumergió en una profunda decepción. Los siguió con la mirada, los vio bailar como si estuvieran solos, se rozaban en cada paso, lo disfrutaban tanto… Ella reía con ganas, mientras Martin bebía, uno tras otro, los vasos de cerveza que traían sus amigos. Encerrado en su propio mal humor, la vio partir de la mano del joven hacia el estacionamiento. Su mente los imaginaba juntos y el mal humor se acrecentaba. Cuando los perdió de vista decidió que ya era suficiente. Apenas conocía a esa chica, no tenía por qué sentirse de esa manera, pero decidió que lo mejor era dar por terminada la noche. Cuando iba a irse, una de las chicas que lo había invitado lo tomó del brazo. 

–Hola, ¡Viniste!- le dijo la joven, alta, con el pelo castaño, largo hasta los hombros y abundante maquillaje. Era una linda chica, con ojos pequeños pero mirada expresiva. Tenía la voz chillona y sin soltarle el brazo comenzó a hablarle a gran velocidad, de la noche, del clima, de lo feliz que estaba de verlo. Martin intentando vencer su mal humor, un poco mareado por la cantidad ingerida esa noche, intentó seguirle el hilo. Le contó que se llamaba Carolina, que jugaba al hockey desde pequeña y tenía 19 años. Continuaron hablando un buen rato, compartiendo un par de vasos más y cuando la joven comenzó a jugar con los botones de su camisa y le propuso alejarse un poco, Martin no lo dudo. 

Una cosa llevó a la otra y se vieron envueltos en una marea de besos, que los llevó hasta el auto de Martin.

 – ¿Seguro queres seguir?- le preguntó Martin al sentir sus manos jugando con su erección. La joven asintió.

–Yo tomo pastillas.- le dijo y bajo los efectos de la noche, el alcohol y la excitación tuvieron sexo en el asiento del conductor de su auto. 

Se despidieron poco después, luego de haber intercambiado sus teléfonos y una hora más tarde, Martin dormía en el asiento del acompañante mientras Benjamín manejaba con los primeros rayos de la mañana colándose por el parabrisas. 

Volver a bailarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora