3

128 9 0
                                    

2018

El ascensor tardó unos segundos en llegar. Las puertas se abrieron y su mirada se cruzó con la de un joven de cabello castaño claro prolijamente cortado, barba de pocos días, cuidadosamente descuidada y unos ojos profundos que despertaron en Bianca una extraña sensación que llevaba tiempo sin experimentar. Con una pequeña inclinación de su cabeza, el joven hizo las veces de saludo, y ella avanzó hacia el ascensor buscando el tablero que indica los pisos, para descubrir que el noveno ya estaba iluminado. En el momento en el que las puertas comenzaban a cerrarse, la voz de Azucena, la gerenta de compras que ocupaba la oficina al otro lado del pasillo, escoltada por Héctor, otro antiguo ingeniero del piso; les pidió que sostuvieran el ascensor para su llegada.  Azucena era una mujer de unos 57 años, muy alta y delgada, con una halo de elegancia que hacía que cualquiera a su alrededor quisiera ir a cambiarse la ropa. Provenía de una familia “de San Isidro de toda la vida”, como solía decir ella. Tenía 3 hijas que también trabajaban en la empresa, para alivio de Bianca, en el departamento de diseño del segundo piso. Casi como una copia restaurada, se podía adivinar su parentesco a cien metros de distancia. –No son malas- decía Lucy -, solo caminan un metro más arriba-. Todavía recordaba los casamientos de las 2 hermanas mayores. Cada uno más lujoso que el anterior. Ambas habían elegido el hipódromo de San Isidro y lo habían convertido en el salón comedor de primera clase del Titanic. La comida en minúsculas presentaciones pero de exquisito sabor, una pequeña orquesta de cinco músicos interpretando agradables piezas que amenizaban el ambiente y una gran cantidad de flores de  variados colores y tamaños decorando los ventanales para darle marco a la pista de carreras que se fue iluminando conforme avanzaba la noche.
–Lo que daría por ponerles una buena cumbia y mostrarle a todo esta “gente bien” lo que es divertirse en serio- había dicho Nacho, un junior de la empresa de esa época, a quien le encantaba llenarse la boca con frases revolucionaria y parlamentos de igualdad social, pero viajaba en el Jeep que le había regalado su papá el último año.

Azucena y Héctor se acercaban dando grandes pasos y casi instintivamente ambos ocupantes del ascensor se aventuraron hacia el botón del tablero que abría las puertas. Por unas milésimas de segundo la del joven llegó primero, y la mano de Bianca se posó sobre esta aprisionándola contra los botones.
–Perdón, pensé.. – dijo Bianca, volteándose para volver a encontrar esos ojos tan inquietantes.  Como si quemaran, ambos retiraron sus manos, mientras los sexagenarios arribaban al ascensor.
–Gracias, no es bueno llegar últimos a este tipo de reuniones- dijo Azucena con su elegante voz. Bianca y el joven se limitaron a fingir una tímida sonrisa.

Conforme el ascensor avanzaba Héctor tomó la mano de Bianca que sujetaba la libreta sobre su pecho y le dijo con esa cara de pena que tanto odiaba los últimos años.
–Bianca, cuanto sin cruzarnos, me alegro de verte mejor, chiquita-
Para agrado de Bianca habían llegado a destino y con un escueto gracias se soltó del hombre y avanzó hacia la sala de reuniones sin mirar atrás.

Volver a bailarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora