Uno 🖤

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Inglaterra, año 1194
   

La segunda expedición militar contra los sarracenos había fracasado. Luis VII, Rey de Francia, y Conrado III de Alemania habían sitiado sin éxito la sempiterna ciudad de Damasco. El papa Gregorio VIII ordenó predicar una tercera cruzada, prometiendo beneficios espirituales y terrenales a los combatientes en ella. Federico I de Alemania, Felipe Augusto de Francia y Ricardo I de Inglaterra, conocido como Corazón de León, contaron aquella vez con el apoyo de Isaac II, emperador de Oriente. La empresa se inició bajo un manto de buenos auspicios, pero Isaac faltó a su palabra, Federico murió y las disensiones entre los reyes de Francia e Inglaterra hicieron fracasar la cruzada.
   
Ricardo Corazón de León regresó a Inglaterra el tiempo justo de pasar revista a sus feudos, colgar a unos cuantos infieles como escarmiento y entrevistarse con algunos nobles. Después, partió de nuevo hacia sus propiedades en territorio francés, e Inglaterra volvió a quedar, una vez más, huérfana de Rey.
   
Un sentimiento de frustración invadió el corazón del caballero, que, montado sobre un semental de oscuro pelaje y poderosas patas, atravesaba las campiñas inglesas seguido de un nutrido grupo de hombres armados. No le dolía tanto ser abandonado por su Rey como la negativa de Ricardo a que le acompañara en su empresa, pero las órdenes del monarca habían sido claras y concisas:
   
—Deseo pacificar mi reino — le dijo—. La vida entre normandos y sajones parece haber llegado a un continuo desencuentro. Quiero ser el soberano de todos, no el amado Rey de unos y el odiado usurpador de otros. Y tú vas a ayudarme.
   
De nada sirvieron sus protestas, y ahora, pensar en hacerse cargo del extenso feudo de Kellinword, cuyo señor había muerto en batalla sin dejar herederos, le preocupaba. Por lo que sabía, el territorio era grande. Abarcaba al menos cinco pueblos, doce aldeas y una gran cantidad de tierras de pastoreo, labranza y bosques. El anterior señor de Kellinword ganó fama por el castillo que, piedra a piedra, levantó con esfuerzo y con incursiones en territorios vecinos. Estos últimos le permitieron ampliar sus propiedades y proporcionar a sus arcas suficiente dinero para pagar a los trabajadores. Ahora, las almenas retaban al cielo azul de Inglaterra.

Mew no era hombre de asentarse y saciarse de vino y manjares. Jamás conoció casa fija, y la idea de tener que hacerse cargo de tanta gente le incomodaba.
   
Sabía que había tenido un padre y una madre en alguna parte, acaso hermanos y hermanas, pero no los recordaba. De vez en cuando, al rendirle el sueño, resonaba en su cabeza una tonadilla que relacionaba siempre con una mujer hermosa y joven que le acariciaba el rostro y le mecía en sus brazos. Si aquella mujer fue su madre, jamás lo supo. Sólo recordaba haber despertado bajo la lona de una tienda de campaña, propiedad de un tal Muderman de Levrón: borracho, mujeriego, sucio y despiadado con todos los que le rodeaban. Ladrón, embaucador, timador y a veces violador. Muderman le recogió. Ignoraba si por lástima o porque necesitaba unos brazos jóvenes para montar y desmontar la mugrienta lona en la que habitaba.

Fue el único padre que conoció.

Al principio, Mew creyó que Muderman le había puesto su nombre pero, al cabo de tres largos años viviendo bajo aquella asquerosa lona, vagando por casi toda Francia, de feria en feria, de pueblo en pueblo y de aldea en aldea, descubrió un medallón de oro mientras ordenaba las escasas pertenencias del hombre. Muderman entró en la tienda cuando él contemplaba, extasiado, la joya y conseguía leer con esfuerzo (conocía las letras gracias a las enseñanzas de un viejo monje) la dedicatoria en el reverso:

«A Mew, con mi amor».

Entonces se dio cuenta de que no fue Muderman quien le puso su nombre al nacer, y que esa persona le había regalado la joya. Mew no lo recordaba. Tampoco sabía que quienes le raptaron de la casa de su padre, pidiendo después un fuerte rescate, le arrojaron a un barranco, dándole por muerto, para que jamás pudiera reconocerlo. Tenía ocho años cuando descubrió el medallón, y lo único que consiguió al preguntar quién era él en realidad, fue la mayor paliza de su vida. Muderman lo abofeteó hasta atontarle. Después, la correa ocupó el lugar de los puños hasta el desmayo. Cuando recobró la conciencia, más muerto que vivo, se encontró solo. Muderman se había marchado. Regresó al cabo de dos días, totalmente borracho, y volvió a golpearlo. No pudo hacer nada. Era una criatura, y no sólo soportó aquella paliza, sino todas las que llegaron después, cada vez que Muderman se emborrachaba. Le pegaba por todo. Si ordenaba sus cosas, porque no quedaban a su gusto. Si le llevaba una prostituta a la tienda y ella no le satisfacía, por que se encolerizaba. Si la ramera se comportaba como él deseaba, porque decía que la había mirado con descaro. Siempre existía una causa para liberar la correa y dejarlo molido a azotes.
   
Se convirtió en hombre a golpes de aquel despojo humano. Y se hartó también de esos golpes. Hasta que un día contestó con la misma moneda. El trabajo constante y la vida al aire libre le procuraron un cuerpo fuerte y musculoso, y hubo un día en que se dio cuenta de que no tenía que soportar a aquel bastardo. Después de fracturarle la mandíbula, tomó unas cuantas monedas como pago a las palizas y se marchó a París, llevándose una mula de carga como montura.
   
A pesar de su gesto, siempre hosco, las mujeres dedicaban a Mew más atenciones de las que podía imaginar. Era un muchacho de apenas dieciséis años, alto y bien formado, pero sin ninguna experiencia en el arte de encandilar a una mujer. Sin embargo, fueron ellos, los donceles quienes le enseñaron las reacciones de su cuerpo. Y lo hicieron de maravilla. El primero, un joven casado con un hombre que le triplicaba la edad, deseoso de carne fresca. La inexperiencia de Mew lo atrajo. No sólo le proporcionó su primera experiencia sexual, sino que le procuró ropas y maestros que le enseñaron letras y matemáticas, ciencias y geografía. Cuando el anciano  descubrió al mozo que calentaba la cama de su esposo, Mew tuvo que escapar de París, con hombres armados pisándole los talones.
   
Después de aquél esposo infiel vinieron otros donceles. Solteros, casados o viudos, Mew no hizo ascos a ninguno, aunque tampoco se fio de ellos porque las rameras de Muderman siempre le trataron a patadas. Así que aprendió a usarlos y olvidarlos. Se ejercitó en el arte de las armas y acabó siendo un verdadero diablo en el manejo de la espada y la ballesta, consiguiendo manejar el caballo con las piernas mientras sus brazos se ocupaban con el hacha y el escudo.
   
Sin embargo, lo que realmente le impulsó a la cima fue una riña. Aun ahora, después de casi diez años, sonreía recordando al muchacho que era y la causa de la disputa: un doncel. Un joven cantinero lo suficientemente hermoso como para que Mew pasase por alto su falta de medios. Pero también arisco. Lo estuvo rondando durante una semana antes de convencerlo para llevárselo a la cama. Justo entonces había aparecido aquel tipo, un poco mayor que él, con una melena ensortijada y mirada ardiente. Ofreció al joven una bolsa de monedas y él aceptó encantado. Mew también pensó pagar sus servicios, pero no podría haber competido con aquella bolsa repleta. La mirada de su rival se clavó en los ojos oscuros de Mew con ironía. Acabaron en el patio trasero de la taberna, aunque los hombres que acompañaban al intruso hicieron lo imposible para evitar la pelea. Sin armas. A manos desnudas. Sólo poder contra poder, macho contra macho en lid por un joven doncel. Tras media hora de combate, sudoroso y dolorido, con una ceja en carne viva, el labio inferior sangrando y un hematoma en el hombro derecho, Mew consiguió tumbar a su contrincante con un gancho a la mandíbula: cayó despatarrado, cuan largo era, con un moretón sobre uno de sus ojos y el mentón desencajado y cárdeno. Mew se sintió eufórico, aunque su aspecto fuese tan lamentable como el de su oponente. Hasta que uno de aquellos hombres se le acercó, echó una ojeada al caído y luego le miró a él alzando una ceja.
   
—Muchacho — dijo con un atisbo de humor en la voz—, acabas de tumbar nada menos que a Ricardo Corazón de León.

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