Cuarenta y dos 🖤

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Un par de días después, la calma retornó al castillo de Kellinword.

Tras la sangre y la violencia, todos restañaban sus heridas y enterraban a los muertos.

Hubo muchas pérdidas, pero, por fortuna, muchas menos de las que Mew temiera.

Gulf se afanaba en las heridas de su abuelo, Enric, un ejemplo de bravura a pesar de su edad.

Por su parte, Lord Earth regalaba sus cuidados a Jes, que se quejaba como un niño pequeño: un vendaje le cubría la frente y parte de un ojo. Se habían encontrado al finalizar la batalla, y Lord Earth se lanzó a su cuello, sollozando por su vida. Allí mismo se besaron sin ningún pudor, y Jes, sin dudar, se acercó al conde entallando su cintura y pidió su mano.

—Que Dios os proteja, hijo —fue su respuesta.

Se había limpiado y ordenado el gran salón, y los criados iban y venían preparando el festín. En las cocinas se asaban cochinillos y corderos y se llenaban las jarras de vino y cerveza. Mew dio instrucciones para que en el centro de la plaza se sacrificasen algunas reses, pollos y patos, y que se sirvieran barriles de cerveza. Todo Kellinword debía disfrutar de la victoria.

Por otro lado, Mew atendía a las explicaciones de Ricardo y Max, sin acabar de creer en su buena suerte.

—Encontramos a Kamon al frente de los campesinos. Estaba agotado —explicó Max—, después de correr toda la noche para llegar a Caberdin, siguiendo las instrucciones de Gulf.

—Por lo que vemos, Mew, te has ganado la confianza de tus vasallos —dijo el rey—. Y su lealtad. Las gentes de esa aldea siguieron al chico sin titubear. ¿Qué hiciste para lograrlo?

—Poca cosa —sonrió Mew, azorado—. Rebajar los impuestos y regalar la molienda.

Ricardo asintió y se congratuló. Ésos eran los hombres que le hacían falta en la nueva Inglaterra: capaces de compaginar sus legítimas aspiraciones y las necesidades del pueblo. Con un pueblo agradecido se pueden hacer milagros, se dijo a sí mismo. Ésa sería su política.

A punto de acomodarse, Mew pidió a su padre que se sentara a su lado. Aún tenían cuestiones pendientes. Se habían hecho algunas confidencias. Además, Ricardo se interesó por las vicisitudes de su amigo el conde, al que no esperaba encontrar batallando allí. Alexander le informó al Rey de su viaje y a Mew cómo siguió las pocas pistas que quedaron tras la desaparición de su heredero y las causas que le llevaron a reconocerlo.

—Por cierto —dijo—, tu nombre completo es Mew Suppasit Jongcheveevat. Lord y señor de Charandon.

Mew se encogió de hombros.

—Un poco tarde para bautizarme de nuevo, señor. Si no os molesta, creo que mantendré mi nombre solo como Mew.

A Alexander no le molestó en absoluto, lo importante era haberlo recuperado. Mew le habló de su sueño, que nunca le abandonaba, y él supo que Earth era la viva imagen de su madre, Lady Eleanor; y que la musiquilla que recordara no era sino la nana con la que le dormía todas las noches.

—¿Cómo supisteis que era vuestro hijo?

—Por intuición. Por tus gestos, demasiado parecidos a los de tu abuelo. El medallón era suyo. La tarde en que desapareciste, te lo había dejado para que jugaras con él. Por esa nana. Pero sobre todo —explicó—, por la cicatriz que tienes en el costado y que pude observar cuando te hirieron con la flecha. Te la provocó un criado hindú. Se volvió loco cuando su mujer y su hijo recién nacido murieron de fiebres, y creyó que tú debías ser sacrificado para calmar la cólera de sus dioses. Te marcó con un hierro al rojo vivo; apenas tenías cuatro años. Llegamos a tiempo de detenerlo antes de que te degollara. Aún recuerdo cuánto lloraste a cuenta de esa quemadura.

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