Treinta 🖤

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Los acontecimientos de masas, como los torneos, no sólo atraían a caballeros, nobles, damas y donceles, escuderos y feriantes. Estafadores, ladrones y gente de mal vivir se mezclaba con facilidad entre éstos. A dos días de las celebraciones se cometieron varios robos, algunas riñas con heridos y una joven viuda denunció que le habían timado sus ahorros. Mew se vio obligado a delegar algunos aspectos de la organización del torneo para ocuparse de poner orden y distribuir los grupos de vigilancia.

A pesar de todo, un acontecimiento inesperado les tomó a todos por sorpresa, en relación con una familia judía.

Los judíos estaban considerados una raza inferior. Unos infieles que no admitieron la llegada del Hijo de Dios y que aguardaban aún al venidero Salvador. Toda Europa les relegó al último lugar de la sociedad, e Inglaterra no era una excepción: los que llegaron allí escapando de la persecución de otros países apenas tenían derechos, aunque sí obligaciones. De poco les había servido cooperar al rescate del Rey Ricardo. Su situación apenas mejoró.

Mew charlaba con Max acerca del modo más efectivo de enfrentar al estandarte de Lynch en la primera confrontación del torneo. De repente, irrumpieron en el salón un anciano y un joven con el cuerpo inerte de una muchacha en brazos. Dos soldados se interpusieron en su camino y, en segundos, el alboroto de la entrada llamó la atención de los presentes. Sin contemplaciones, los guardianes empujaban al exterior a los intrusos.

—¿Qué sucede? —se impuso la voz de Mew.

El anciano consiguió escabullirse del soldado y llegó, en una corta y torpe carrera, hasta el normando, ante quien se arrodilló.

—Milord.

—¡Fuera de aquí! —instó el guardia.

Apoyó el filo de una daga en el cuello del entrometido, agarrándole por la túnica.

—Espera —le detuvo Mew. El soldado se apartó un paso—. ¿Qué es tan importante, anciano, para que interrumpas mi cena?

El hombre se inclinó, llevándose la mano al pecho en señal de vasallaje.

—Milord, vengo a pedir justicia.

En el silencio que siguió se apagaron los cuchicheos.

—¿Justicia? Dos veces al mes la administro. ¿Es que tu caso no puede esperar?

Gulf, disponiendo unas bandejas al otro extremo de la mesa, advirtió la angustia en aquel rostro surcado de arrugas y en el del joven, atrapado en la barrera infranqueable del soldado. La muchacha que cargaba era apenas una niña, y parecía desmayada.

Acostumbrado como estaba a ver impartir justicia a su padre y a su abuelo, la actitud de los judíos despertó en él una llamada de alarma: aquella niña necesitaba ayuda. No lo pensó.

—Habla de una vez, anciano —ordenó Gulf.

Los murmullos se acallaron y un silencio sepulcral cubrió el salón. Todas las miradas convergieron en él. Gulf, el criado de un normando, osaba anticiparse a su señor. Pero ¿quién demonios se creía que era? ¿Qué derecho se estaba atribuyendo? Él lo lamentó en el acto y la sangre se le congeló en las venas. Pero era demasiado tarde para rectificar. El daño ya estaba hecho. Miró al judío y luego a Mew, que no se inmutó y ordenó:

—Ya has oído. Habla. Y hazlo antes de que decida quién dormirá esta noche en una mazmorra. —La insinuación era un mensaje a Gulf, pero la concurrencia estaba perpleja. No sólo no lo castigaba, sino que, además, no lo desautorizaba.

El judío se inclinó de nuevo. Era un ser patético y demacrado, con el cabello blanco y ralo, que le hacía parecer muy viejo, seguramente más de lo que realmente era.

Fuerza y Orgullo 🖤Donde viven las historias. Descúbrelo ahora