Veintiséis 🖤

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El lugar elegido para el torneo era un páramo que lindaba con las tierras de Lynch, a pocas millas del castillo.

Faltaban tres semanas para la celebración y Mew había enviado mensajeros a Lynch, Nortich, Caberdin, Barrington, e incluso a Nottingham.

Comenzaban ya los preparativos para levantar las tiendas que alojarían a los participantes y su séquito, que se preveían en cantidad suficiente como para que el acontecimiento no desmereciera. Había que reunir víveres, cocineros, montar las tribunas, las caballerizas, habilitar espacios para la diversión y el entretenimiento. Mew había mandado llamar a cada titiritero que se encontrara en los alrededores, a los que arrastraban fieras extrañas, a los domadores de osos, a los de serpientes, a quienes exhibían aves traídas de lejanas tierras, a narradores de cuentos, de fábulas, de alucinantes batallas y aventuras en tierras fantásticas. A prestidigitadores, malabaristas, equilibristas y saltimbanquis. Los mercaderes acudirían en buen número a las inmediaciones porque venderían sus productos a precios más altos. También llegarían mendigos y malhechores, pero eso era algo de lo que ninguna celebración podía librarse, un mal inevitable.

Gulf ansiaba el acontecimiento más que nadie en el castillo, porque aquello le haría regresar a su hábitat de siempre. Podría departir con caballeros, servir largas mesas, atender las heridas de los combatientes, como hiciera en Lynch, donde se le daban bien las curas, y aplaudir o vibrar ante las acometidas de uno u otro bando.

Pero sus expectativas se frustraron el mismo día de Pentecostés, a pocas fechas del torneo.

La víspera, Mew subió a sus aposentos más tarde de lo habitual. Desde la noche en que él se mostrara frío y distante, se había mostrado pasivo y ya no lo acosaba: sólo entraba en la recámara, se desnudaba, él procuraba estar siempre en el lecho y tapado hasta las cejas; después Mew se echaba en su lado de la cama, le deseaba buenas noches y se dormía casi al momento.

La tensión de Gulf remitía entonces, en cuanto le escuchaba respirar acompasadamente. Sin embargo, estaba intrigado. No entendía por qué no lo echaba de su habitación para meter en ella a cualquier prostituto.

Esa noche, el ruido de un escabel cayendo al suelo lo despertó. Mew lo miraba fijamente y temió que su suerte hubiera durado demasiado y que Mew exigiera respuesta en el lecho. Pero Mew se desnudó como siempre, aunque con movimientos torpes. Gulf frunció el ceño y le observó con detenimiento. Mew intentando quitarse las botas, perdió pie y a punto estuvo de caer de bruces.

¿Estaba ebrio?

Consiguió quitarse las botas sin romperse la crisma y luego se deshizo de las calzas, pero trastabilló y acabó por acostarse con ellas. Gulf se incorporó y quedó sentado, agarrando las mantas con ambas manos. A su nariz llegó un olor conocido y rancio. ¡Jabón de sosa y perfume barato!

Lo sensato hubiera sido callarse, dormir y dejar que a Mew se le pasara el mareo o la borrachera, pero el hecho de que lo ignorara, que lo obligara a compartir habitación en tan deplorable aspecto, aguijonearon su amor propio. Mal estaba tener que compartir su cama, mal tener que aguardar con el alma en un puño ignorando si él usaría de su derecho a poseerlo. ¡Soportar que lo apestara bebido y oliendo a prostituto, era ya demasiado!

-Hueles a prostituto barato.

Mew se volvió y buscó estabilidad apoyándose en un codo. Desde que Gulf desdeñara sus caricias, se había propuesto tratarlo con indiferencia. Demostrarle que le importaba un comino, pero que tendría que seguir acatando sus órdenes y dormir en su cama porque él era el Lord. ¡Y no había más que hablar! Era una revancha infantil, pero le regocijaba ver su recelo cada noche, que rumiara el peligro de su contacto. Le había costado Dios y ayuda encontrarlo allí, entre sus sábanas, y acostarse a dormir sin tocarlo, noche tras noche. Había deseado poseerlo una, dos, tres veces cada noche, hacerle el amor hasta el amanecer, que gimiera entre sus brazos, entregado. Pero no iba a ser un pelele ni trataría de calentar un trozo de hielo. Y la reprimenda le espabiló.

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