Veinticinco🖤

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Habían pasado dos días y Gulf estaba más tranquilo. Incluso contento. Todo se debía a la actitud de Mew. Él había esperado que tomara represalias y, sin embargo, no parecía afectado en absoluto. Se había dedicado a preparar el torneo anunciado, y apenas cruzaban palabra durante el día, aunque lo obligaba a permanecer a su lado durante las comidas, como si fuera el señor del castillo. Aquella actitud le resultaba ultrajante, porque daba a entender a todos su condición de amante. No lo obligaba a aceptarlo en la cama pero, eso sí, le imponía dormir en ella, lo que hacía de sus noches un pequeño suplicio. Desear a Mew y obligarse a permanecer como una estatua en el lecho comenzaba a resultarle insoportable.

Gulf siguió desde lejos los preparativos del torneo. Dado que apenas lo necesitaban, aparte de alguna ayuda en las cocinas, de la que había sido retirado desde su nueva condición, se dedicó a dar cortos paseos por el interior del recinto y a jugar con el pequeño Zee. Todo el mundo se esmeraba en preparar la fiesta, porque eso y no otra cosa era un torneo.

En tiempos de paz, los torneos constituían la mayor diversión para los caballeros. Era un medio rápido de conseguir celebridad y fortuna. En las regiones en que desaparecieran las guerras privadas entre feudos, los torneos representaban para la caballeresca el único medio de desahogar la agresividad acumulada. Por otro lado, era una razón poderosa para abandonar los castillos, con su monótona ociosidad y rutina.

La Iglesia condenaba los encuentros en los que se jugaba luchando y en los que, frecuentemente, perdía la vida alguno de los contrincantes. Decían que en los torneos se debilitaba la fuerza de la caballería cristiana, cuya única misión debía ser batirse contra infieles para preservar la Tierra Santa. Aunque algunos soberanos se mostraban a favor de los clérigos, la mayoría de ellos eran tolerantes al respecto, estimando que un torneo de vez en cuando les ayudaba a evadirse del aburrimiento.

La mayoría de participantes eran jóvenes caballeros en busca de aventura o de un matrimonio ventajoso. Algunos se especializaban en una lucha determinada, por lo que eran muy estimados, y se alquilaban a grupos que iban a competir, ganando a veces buenas sumas de dinero.

Mew y cinco de sus hombres volvieron al castillo a mediodía, justo antes del almuerzo, después de elegir el lugar. Llegaban complacidos, gastando bromas en el patio de armas y en el gran salón, donde Gulf se encontraba narrando una historia fantástica al pequeño Zee. Apenas verlos entrar, el muchachito corrió hacia ellos y se agarró al brial de Jes, con quien más se identificaba, quizá por su aspecto juvenil y sus rubios cabellos. Jes le tomó en brazos.

—¿Vas a pelear en el torneo? —preguntó el crío con ojos como platos.

—Por supuesto que sí. Vendrás a animarme, ¿no?

—No podré ir —se lamentó—. Mamá me ha castigado.

Jes lo dejó de nuevo en el suelo.

—¿Qué has hecho esta vez?

—Oh, bueno… —Se rascó una oreja.

—¿Has vuelto a desplumar alguna gallina? —preguntó Mew.

Zee miró al Lord y se enfurruñó, con la cabeza gacha. No era lo mismo hablar con el caballero rubio que con el otro, de cabello y mirada oscura. Su madre decía que el moreno era el dueño de todo y se le debía obediencia y respeto, y al pequeño le amedrentaba su corpachón. Para él, era un gigante.

—No, milord —contestó, con una vocecita temerosa—. Fue por culpa de una empanada.

—Una empanada, ¿eh?

—¡No había desayunado! —exclamó el niño, con su carita hacia el normando, casi retándole a que también le amonestara—. Desplumar una gallina fue ayer, por eso me castigaron sin desayunar. Pero vi la empanada y…

Fuerza y Orgullo 🖤Donde viven las historias. Descúbrelo ahora