Treinta y cinco🖤

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Duby de Nortich tomó parte en el grupo de combate que formó su padre, y aunque las peleas le desagradaban, supo disimular e, incluso, no desentonó. No ganó ni una moneda, pero tampoco perdió. Para él, lo importante era la noche, y ésta se presentaba interesante. Se había fijado en un muchacho de tez clara y pelo pajizo, delgado como un mimbre. Supo que era el hijo de un zapatero que, como otros artesanos, acudió al torneo en busca de ganancias.

Finalizado el día, todos se prepararon para los festines nocturnos. Era hora de curar las heridas, de comer y beber hasta hartarse, de escuchar música y baladas, de reír con los bufones y asombrarse con los malabaristas. De dedicar el tiempo a los juegos de azar… y a los juegos de amor.

—¿Esta noche no tienes compañía? —tentó Mew a su amigo.

—Los jóvenes abundan. Los hombres se desvivirán por ellos, y ya sabes que ciertos padres harán la vista gorda si su hijo comienza a tontear con alguno de los soldados.

—Sólo espero que no te metas en líos.

—No te preocupes. El joven de mi elección resulta intocable, por el momento.

Mew entendió enseguida. Al parecer, Lord Earth había conquistado su corazón, al menos por una temporada.
Los torneos eran una oportunidad para que las doncellas y donceles encontraran pretendiente, y a tal fin en éste, como en otras ocasiones y en otros lugares, más de uno perdería su virtud.

El delgado y enfermizo muchacho elegido por Duby dijo llamarse Tigner. El hijo de Mike compró un par de botas que se probó con ayuda del mancebo, sin dejar de observarlo. Un roce inocente, una palabra susurrada, una media sonrisa… Duby sabía que el muchacho aceptaría y estaba dispuesto a pagar. Se citaron detrás de las tiendas, con la música de fondo y los coros alegres de algunas gargantas, que empezaban a nadar en vino y cerveza.
Duby le acarició la mejilla, y Tigner, un poco avergonzado, le devolvió el galanteo.

—¿Nos vamos de aquí? —preguntó Duby.

—Como gustéis, señor.

Tomados de la mano se alejaron hasta el bosque, donde difícilmente les iban a interrumpir. En la oscuridad, Duby tomó el rostro del joven entre sus manos y acercó sus labios. El arrumaco fue prudente, como una promesa, y Tigner demostró que tenía cierta experiencia. Fue él quien se apretó y el que hizo vagar sus manos por su espalda, posándolas en las nalgas. Después, sobre la hierba, entre apagados jadeos, comenzaron a desnudarse, sus bocas buscando y fundiéndose. Duby observó al joven  de gestos delicados, mirada de cordero y labios gruesos, le excitó sobremanera. Sus delgadas caderas se movían contra su endurecido miembro, que aumentaba de tamaño.

—Date la vuelta.

Tigner obedeció, colocándose de rodillas, a la espera. Desde que tomó conciencia de su sexualidad, sus esporádicos contactos fueron siempre con hombres mayores que él. Le gustaba dejarse amar.

Duby se enardeció cuando le mostró su pequeño trasero. Sus manos palparon la carne trémula. A punto de procurarse satisfacción, una risotada surgió de las sombras, le sobresaltó y buscó sus ropas con premura.

—Por mí podéis seguir. —Reconoció al individuo que se presentara en Nortich, cuando la luna iluminó su perfil.

—Noirmont…

Gawin Caskey de Noirmont sobservó, con desprecio, su diligencia por vestirse. El de cabello pajizo estaba azorado, pero el hijo de Mike le enfrentaba descaradamente.

—¿Eres el hijo del zapatero?

El muchacho balbuceó.

—Sí, señor.

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