Cuarenta 🖤

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Al amanecer, inspeccionó una vez más todos y cada uno de los puestos de defensa y vigilancia. Los garfios estaban listos, y los líquidos, en ebullición y a punto. El anterior señor del castillo también se había preparado para un posible ataque, y en los sótanos dispuso gran cantidad de ballestas y catapultas. Para los sitiados, era vital privar al enemigo de armas de asalto. Pero había cuatro cosas que, sin duda, conseguirían rendir Kellinword: el hambre, el cansancio, las epidemias o la traición. Contra la primera estaban surtidos, si bien era cierto que, ante el ataque por sorpresa, muchos aldeanos no pudieron regresar a sus hogares, pero los graneros rebosaban y los animales estaban cebados. Se racionaría, de todos modos, por si el asedio duraba. Contra el cansancio no se luchaba; o se vencía con la acción o te arrastraba. En eso estaban de acuerdo Mew y sus camaradas. Para cubrir eventuales brotes epidémicos, Gorman había preparado, apenas despuntó el alba, una cuadrilla que se dedicaría a la búsqueda y quema de cualquier animal o ave muerta o con síntomas de debilidad, por si el enemigo recurría a tan deplorable medio.

Y quedaba la traición. Mew se sabía rodeado de hombres leales, tanto soldados como lugareños, a los que creía haberse ganado, pero no podía poner la mano en el fuego por los invitados y su corte de acompañantes: los Lynch y los Charandon. Debería vigilarles de cerca.

Jes se le acercó, desperezándose. A pesar del sitio, pudo dormir un par de horas.

—¿Para qué diablos has mandado preparar bolas de paja?

Mew se lo explicó y el rubio permaneció pensativo durante unos instantes.

—¡Ese muchacho es una caja de sorpresas! ¿Sabes qué creo? Pues que en realidad Gulf no es quien dice ser.

—¿A qué te refieres?

—No lo sé. Con sinceridad, Mew, no lo sé. Pero me jugaría la paga de un año a que ese sajón guarda más sorpresas en la manga.

—Tú y tus condenadas apuestas.

—Por cierto, aún me debes…

—¡Vete al infierno, Jes!

Alexander y Enric habían hecho buenas migas durante aquellos días, a pesar de sus diferencias políticas. Y a pesar también de la edad, parecían manejarse bien en aquel ambiente de soldadesca. La reciente competición y el hecho de acudir a ella, como ser huéspedes del mismo señor, lo facilitó, contribuyendo a ello. De todos modos, el conde presentía que Lynch ocultaba algo. No le preocupaban demasiado sus secretos, porque él tenía su propio misterio que desvelar: Mew de Kellinword.

A Earth no le pasó por alto su inquietud, pero la achacó a la amenaza que pendía sobre todos ellos.

La primera andanada de piedras, estrellándose con estrépito contra las murallas, les puso en guardia. Se corrieron las alarmas y los capataces ladraron órdenes. Las catapultas enemigas braceaban como gigantes disparando bloques enormes, uno de los cuales impactó en la primera torre, derribando parte de su estructura y afectando a dos hombres, uno de ellos herido de gravedad.

Como respuesta, Kellinword repelió el ataque con otra andanada, cuyo efecto visible fue una tienda enemiga a la que aplastó.

Los ataques, aunque esporádicos, se mantuvieron durante toda aquella larga jornada. Incluso hubo un conato de derribo del portón de entrada a la fortaleza. Los soldados de Noirmont blandieron un ariete pesado, construido sin duda a marchas forzadas y rematado por una gruesa punta de hierro de proporciones considerables. Calderos hirvientes se vertieron sobre ellos y hubieron de retirarse rápida y desorganizadamente. La osadía les costó seis vidas.

—No me gusta —comentó Mew, acodado en la muralla.

—A mí tampoco —concedió Jes.

—Mientras sigan atacando con tan poco ímpetu, no deberíamos preocuparnos —argumentó Gorman.

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