Cuarenta y uno 🖤

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Aunque no lo dejaba entrever, Mew estaba preocupado. Hacía horas que había llegado, sin saberlo, a la misma conclusión que Gulf. Y el presentimiento de que algo incontrolable estaba por suceder no le permitió descansar, por más que los vigías custodiaran la torre, la barbacana y el paseo de ronda.

Gulf se acurrucó contra su cuerpo caliente y le acarició las costillas.

—Necesitas descansar. Seguramente atacarán al amanecer, y llevas dos días en vela.

—Duerme tú, yo no puedo. Saldré a ver cómo están las cosas.

Se levantó. Gulf no pudo remediar devorarle con la mirada mientras se enfundaba las calzas y una camisa que se dejó abierta.

—Quédate conmigo —le rogó. Tenía miedo de lo que podía acontecer al instante siguiente, pero no se lo diría.

Mew le sonrió, pero negó con la cabeza.

—En estos momentos, brujito, me hace falta un paseo por las murallas. Duérmete, volveré pronto.

Tomó su espada, se acercó a la cama, le besó la punta de la nariz y salió.

Cuando amaneció, aún no había regresado.

Gulf se levantó antes de que tocaran a prima. Todos sus músculos le protestaron, tras el duro trabajo del día anterior, acarreando piedras para las catapultas, apilando flechas y reuniendo bolas de paja. Debería haber dormido como un tronco, pero la preocupación por Kamon y la ausencia de Mew en el lecho lo mantuvieron en duermevela.

Apenas tocar el suelo, la arcada lo dobló en dos. Jurando mentalmente, utilizó la bacinilla y, cubierto de sudor, se sentó en el borde de la cama. Poco a poco, fueron remitiendo, dejándolo agotado. Por fortuna, una vez que la indisposición pasaba, se recuperaba totalmente y el malestar no regresaba en todo el día.

Los gritos en el exterior lo sobresaltaron. Raudo, se acercó a la ventana.

¡Fuego!

Se le contrajo el corazón. ¡Lo peor que podía pasar! ¡Que Dios amparara a Kellinword!

Se vistió deprisa y bajó lo más veloz que pudo, tropezando en su alocada carrera con unos criados que subían, tan asustados como él mismo, llegando al patio sin resuello. Allí, los gritos subían de tono y se encontró en medio de los hombres que se aprestaban de un lado a otro, cargados ya con cubos de agua. Los graneros ardían y el viento azuzaba las llamas, convirtiéndolos en un infierno. La espada del miedo se alojó en su garganta: sus enemigos diezmaban sus defensas. Sin grano, sería imposible resistir el asedio.

—¿Qué ha pasado? —preguntó al esposo de Wen, con quien se cruzó.

—Nadie sabe cómo ha sucedido, Gulf. —El pánico se reflejaba en su cara—. ¡No te quedes parado! ¡Busca un cubo!

Corrió a las cocinas, pero los cubos y las perolas habían desaparecido. Distinguió a Zee, agazapado bajo una de las largas mesas. Tuvo que sacarlo a rastras porque el crío estaba aterrorizado, pero consiguió tomarlo en brazos y llevárselo de allí.

El salón se estaba convirtiendo en un hospital de campaña, y pudo ver a Lord Earth, apenas vestido, ayudando en lo que podía. Atravesó la pieza y le puso a Zee en los brazos.

—Cuidad de él —pidió. Y desapareció en el exterior.

Se trajinaba a destajo contra las llamas para salvar lo que se pudiera, y el joven Tigner aprovechó para escabullirse hasta la capilla. Dentro del sagrado recinto, San rezaba, arrodillado ante el altar. Cuando comenzó el incendio, algunos habían acudido al rezo, pero él les instó de inmediato a que prestaran su ayuda afuera, y la capilla se vació.

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