Ocho 🖤

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Kiennukul de Lecoy, más conocido como San, era un monje con ansias de poder. Pertenecía al priorato de Barrington y vivía en Kellinword desde hacía varios años. Ni que decir tiene que, después de la muerte del antiguo señor feudal, sin descendencia, la resolución del Rey Ricardo de traspasarlo todo a manos de Mew, no resultó de su agrado. Mucho menos después de conocer al nuevo Lord, a quien catalogó de inmediato de poco dado a concesiones. Sin embargo, supo reconocer el lado flaco del normando.

Se preciaba San de poseer una intuición para leer la mente de los demás mortales, y en Mew apreció una grieta que podía resultarle beneficiosa. Acaso fuese el único que viera aquella fisura. Todos consideraban a Mew un hombre severo, que apenas sonreía, pero San presintió que aquello no era más que un escudo con el que preservarse del mundo. Era complaciente con el nuevo Lord, aun cuando Mew apenas asistía a los oficios, lo que, según él, no era buen ejemplo para los siervos.

Constantemente halagaba al normando y trataba de que los ojos pardos del Lord se fijaran en él. Aunque a Mew no parecía interesarle el monje más que un fulano después de haber cazado seis venados, San no desesperaba, pero aquel desprecio solapado le ofendía.

Lord Gulf Kanawut había conocido al monje años atrás, durante una visita al priorato en compañía de su padre. Él era un niño, y aunque apenas coincidieron unos minutos y San no reparó en el flacucho doncel que se agarraba a la mano del señor de Lynch, el niño recordaba lo poco que le gustó. Gulf le había mirado anonadado, como esperando un milagro. Era la primera vez que veía a un hombre de Dios. San había aprovechado aquella visita para convencer a su padre para que hiciera una donación a la comunidad. Desde luego no lo solicitó directamente, ya que sólo el prior tenía esa potestad, y Lecoy, en esa época, no era más que el encargado de las cocinas. Pero insinuó las necesidades por las que pasaban las calderas, apenas llenas de agua y con unos cuantos huesos para dar sustancia, y se quejó, aunque dando gracias al Altísimo, de la aguada cerveza que se veía obligado a servir a los demás monjes. La visita acabó con la concesión de una rica franja de viñedos y una granja para la cría de ganado lanar.

Aquel regalo de Lynch le valió a San convertirse en la mano derecha del prior. Luego, cuando el antiguo señor de Kellinword solicitó a un monje para la capilla del castillo, San vio la oportunidad de su vida. El prior de Barrington era aún demasiado joven para pensar en ocupar su puesto, y junto al señor feudal tenía acceso a más comodidades. Había entrado de novicio por ser el octavo hijo de una familia pobre y, aunque permaneció de monje, no abrazó la religión con demasiado entusiasmo.

Simplemente era un modo de sobrevivir.

Siendo un niño, Gulf se sintió defraudado porque aquel hombre de Dios no le hiciera ningún caso, y desde entonces guardaba cierto resquemor hacia él. Ahora, pasados los años, confirmó su primera impresión. San había abandonado el hábito de tosca lana, teñida de marrón sucio, por otro de fina tela. La capa que le cubría era roja con una tira fina en el cuello, y las mangas, de armiño blanco. Demasiado pomposo para un humilde monje, como él mismo se definía, que había jurado pobreza y humildad. Ni siquiera Mew usaba prendas similares ni se mostraba tan prepotente. Y desde luego no tenía aquel gesto de superioridad con que se mostraba San. Gulf, no obstante, trató de acudir a los oficios a menudo, dando por sentado que el tiempo que dedicaba a la iglesia, aunque fuera la comidilla del resto de los escuderos, era tiempo que robaba al entrenamiento y a las penosas tareas de atender a Mew y a Jes.

Realmente, Gulf no tenía un señor concreto al que servir, dado que tanto Jes como el Lord disponían ya de Kamon y de Boat. A Gulf, al escurridizo Gulf, le tenían siempre a caballo entre uno y otro normando. Al cabo de una semana, acabó acostumbrándose a ayudar a Mew en su aseo matinal y a pulir las armas de Jes. Cuando tenía un rato libre, siempre se le veía en compañía del pelirrojo, con quien se llevaba bien. Al menos Kamon hacía más soportables sus días de infierno.

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