LA HORA DEL CREPÚSCULO

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Minas Tirith

Era la hora del crepúsculo, pero ya el enorme palio había avanzado muy lejos en el oeste, y un instante apenas, al hundirse por fin en el mar, logró el sol escapar para lanzar un breve rayo de adiós antes de dar paso a la noche

Pippin tenía la impresión de que habían pasado años desde la primera vez que se había sentado allí, en un tiempo ya a medias olvidado, cuando todavía era un Hobbit, un viajero despreocupado, indiferente a los peligros que había atravesado hacía poco. Ahoja era un pequeño soldado, un soldado entre muchos otros en una ciudad que se preparaba para soportar un gran ataque, y vestía las ropas nobles pero sombrías de la torre de la guardia.

El plaquín lo agobiaba, y el yelmo le pesaba sobre la cabeza. Se había quitado la capa y la había puesto sobre la piedra del asiento. Apartó los ojos fatigados de los campos sombríos y bostezó

– ¿Estás cansado del día de hoy? – le preguntó Beregond llegando junto a él

– Sí – respondió Pippin muy cansado – cansado de la inactividad y la espera – agrego perezoso – ¡el aire mismo parece espeso y pardo! ¿son frecuentes aquí estos oscurecimientos cuando el viento sopla en el este? – pregunto

– No – negó Beregond – Esta no es una oscuridad natural del mundo. Es algún artificio creado por la malicia del enemigo; alguna emanación de la montaña de fuego, que envía para ensombrecer los corazones y las deliberaciones. Y lo consigue, por cierto. Ojalá vuelva el señor Faramir. Él no se dejaría amilanar. Pero ahora, ¡quién sabe si alguna vez podrá regresar de la oscuridad a través del río! – suspiro perdiendo la poca fe de su corazón

– Sí – dijo Pippin – Gandalf también está impaciente. Fue una decepción para él, creo, no encontrar aquí a Faramir – recordó cuando se fue antes de la comida de mediodía, y no de buen humor

De pronto, mientras hablaban, enmudecieron de golpe; inmóviles, paralizados, convertidos de algún modo en dos piedras que escuchaban

Pippin se tiró al suelo, tapándose los oídos con las manos por el miedo, conocía aquel grito estremecedor: era el mismo que mucho tiempo atrás había oído en los marjales de la comarca; pero ahora había crecido en potencia y en odio, y atravesaba el corazón con una venenosa desesperanza

– ¡Han llegado! – Al fin Beregond habló, con un esfuerzo – ¡atrévete y mira! Hay cosas terribles allá abajo – señalo dando pequeños golpecitos en el Hobbits

Pippin se encaramó de mala gana en el asiento y asomó la cabeza por encima del muro

Abajó el Pelennor se extendía en las sombras e iba a perderse en la línea adivinada apenas del río grande. Pero ahora, girando vertiginosamente sobre los campos como sombras de una noche intempestiva, vio a media altura cinco formas de pájaros, horripilantes como buitres, pero más grandes que águilas, y crueles como la muerte. Ya bajaban de pronto, aventurándose hasta ponerse casi al alcance de los arqueros apostados en el muro, ya se alejaban volando en círculos

– ¡Jinetes negros! – murmuró Pippin – ¡jinetes negros del aire! ¡pero mira, Beregond! – exclamó aterrorizado – ¡están buscando algo! ¡mira cómo vuelan y descienden, siempre hacia el mismo punto! ¿y no ves algo que se mueve en el suelo? Formas oscuras y pequeñas – pregunto con pesar

Extrañamente solo daban vueltas

Otro alarido largo vibró en el aire y se apagó, y Pippin, jadeando como un animal perseguido, se arrojó de nuevo al suelo y se acurrucó al pie del muro. Débil, y aparentemente remota a través de aquel grito escalofriante, tremoló desde abajo la voz de una trompeta y culminó en una nota aguda y prolongada

LA VOLUNTAD DE ILUVATURDonde viven las historias. Descúbrelo ahora