Capítulo 32 - Hasta que la muerte nos separe

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Alexander Wembeley

Odio los hospitales. No me gusta el olor, el sonido y la gente que va de un lado a otro. No me gusta nada que tenga que ver con el.

Pero cada día me convenzo más de que esta mujer me ha hecho un embrujo o algo por el estilo. Llevo dos horas sentado en un hospital mientras le atienden la nariz. Ni siquiera fui al hospital cuando mi padre se partió el brazo cuando yo tenía quince años, o cuando mi abuelo murió. Simplemente, esperé a que lo llevaran a la funeraria.

Chelsea no sabe lo que le espera. Le dije que no atentara contra ella, pero me desobedeció. Y no solo la golpea, sino que también la despidió y la hizo pasar por un ridículo, ya que en la empresa dejó muy claro por qué la despidió. En la empresa me temen más a mí que a ella, así que nadie comenta nada, al menos no en voz alta. Pero sé que están murmurando sobre ella.

Ella está sentada en la camilla mientras el doctor le coloca una venda. Yo la observo, aunque no tengo la mínima idea de qué demonios está haciendo el doctor, pero de todos modos me gusta tener todo bajo control.

— Señorita, todo listo — el doctor corta la venda —. Le voy a recetar unos antibióticos para el dolor y la hinchazón — busca algo en una caja de pastillas —. Debe tener más cuidado; un poco más de fuerza y habría tenido una contusión.

La miro; tiene la nariz morada y toda la cara hinchada, pasando de tener su linda nariz pequeña a una enorme. Gracias a eso, tiene parte del rostro amoratado, y apenas puede abrir los ojos. Ella evita mi mirada a toda costa y parece no importarle el hecho de que estoy parada delante de ella. ¡Qué terca y malcriada es!

— Tenga, señorita — le extiendes dos cajas de pastillas.

— Doctor, ¿podría llamar a un taxi para irme?

— Yo te voy a llevar a casa — declaro.

— Y yo no quiero — dice como una niña pequeña. Blanqueo los ojos — el taxi.

— No es recomendable, señorita — dice —. Usted tiene la nariz muy hinchada, y aunque no me lo diga, como doctor, sé que no puede ver bien. Los golpes en la nariz causan eso — señala su enorme nariz morada —. Así que si su novio está aquí — no respondo —, debería irse con él.

— No es mi novio — gruñe.

— Pues, si tiene algún familiar para llamar...

A pesar de que tiene los ojos muy hinchados y apenas puede ver, pude notar cómo los blanqueo.

— Está bien.

— Recuerde tomar las pastillas y no haga mucho esfuerzo hasta que su nariz no baje — le indica —. Pasa un buen día.

El doctor sale de la sala, dejándonos solos. Aun así, ella sigue sin mirarme.

— ¿Qué haces aquí? — indaga —. O mejor dicho, ¿cómo sabes que estaba aquí?

Eso es una señal de que todavía no se ha dado cuenta de todos los guardaespaldas que le asigné sin que ella se diera cuenta.

— Vámonos.

— No iré contigo a ningún lado — vocifera —. Me iré en un taxi.

Ella se baja de la camilla y su cara hace una mueca automáticamente cuando se pone de pie, lo que me hace saber que está mareada.

— Lexa, nena — trato de tener paciencia con ella —. Tienes la nariz hinchada y ni siquiera puedes caminar, así que evita que te suba al auto a la fuerza.

Por primera vez, en el rato de camino hacia mí, me mira —. No me importa, no iré contigo.

Suspiro y me paso la mano por la cara. Nunca me había estresado tanto hasta que conocí a esta mujer. La tomo por los muslos y la levanto en mi hombro. Ella me grita que la suelte, pero no le hago caso. Camino hacia el estacionamiento, con todas las miradas encima debido al espectáculo que estamos dando.

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