42. Fin del juego

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El lugar era una bodega abandonada, con sombras danzantes que se movían en respuesta a la luz tenue que se filtraba desde algún rincón oscuro.

Serena avanzó con cautela, cada paso resonando como un eco inquietante en el silencio opresivo. El olor a humedad y moho se mezclaba con la ansiedad que inundaba el aire.

A medida que se adentraba en la bodega, una única luz parpadeante iluminó un rincón oscuro, revelando la figura de su madre, Kimberly, atada a una silla.

Un nudo se formó en el estómago de Serena mientras corría hacia ella, su corazón latiendo con fuerza. La visión de su madre vulnerable, con una cinta en la boca que silenciaba cualquier intento de hablar, la hizo sentir una mezcla de ira y desesperación.

— ¡Mamá! —gritó Serena, sus manos temblando mientras se apresuraba a desatarla.

Antes de que pudiera llegar a su madre, la luz reveló a Anamelech, quien emergió de las sombras como un espectro malévolo junto a Sebastian.

La presencia de ambos llenó la bodega de una oscuridad intensa, y Serena sintió un escalofrío recorrer su espalda.

—Te felicito por seguir mis instrucciones, Serena. Pero parece que estás un poco apresurada—dijo Anamelech con una sonrisa siniestra.

La mirada de Serena se desvió hacia Sebastian. El rostro del chico estaba inexpresivo, como si hubiera sido transformado en poco más que una marioneta bajo el control del hombre que tenía a Serena a merced.

Kimberly, al notar la llegada de Anamelech, intentó hablar a través de la cinta, sus ojos llenos de miedo y súplica.

— ¿Qué pretendes, Anamelech? ¿O prefieres que te diga "papá? —preguntó Serena, tratando de mantener su voz firme a pesar de la angustia que la embargaba.

Anamelech se acercó lentamente a Serena, una pistola reluciente en su mano. —Oh, Serena, siempre tan impulsiva. Solo quiero asegurarme de que cumplas tus promesas. Después de todo, tu madre podría sufrir las consecuencias si no lo haces.

Serena apretó los dientes, sintiendo la presión de la situación. —No tienes que hacerle daño a ella. Haz lo que quieras conmigo, pero suéltala.

Anamelech soltó una risa que resonó en la bodega. —Eres valiente, Serena. Te pareces a mí. Pero las consecuencias de tus acciones no solo recaerán en ti. Tienes una elección que hacer.

Con un gesto de su mano, Anamelech indicó a Sebastian que se moviera hacia un rincón más oscuro de la bodega. Serena, sintiendo la urgencia, se arrodilló frente a su madre, desgarrando la cinta que sellaba sus labios. Los ojos de Kimberly se llenaron de lágrimas mientras le susurraba a Serena.

—Escucha, no hagas lo que te pide. Protege a nuestra familia, aunque eso signifique enfrentarte a él.

Serena asintió, y antes de que pudiera decir algo más, Anamelech y Sebastian regresaron, su presencia ominosa llenando la bodega una vez más.

— Es hora de que cumplas tu parte del trato, Serena—dijo Anamelech, apuntando la pistola hacia Kimberly—. ¿Qué estas dipuesta a hacer para garantizar la seguridad de tu madre?

Serena miró a su madre, luego a Anamelech, sus pensamientos una tormenta de conflicto interno.

Sabía que cualquier cosa que hiciera sería una concesión a las sombras que la rodeaban, pero la vida de su madre estaba en juego.

—Haré lo que me pidas. Pero déjala ir primero—exigió Serena.

Anamelech sonrió, disfrutando de su posición de poder. —No hay necesidad de apresurarse, Serena. Tienes que aprender que el tiempo está de mi lado.

Con un gesto, Anamelech indicó a Sebastian que liberara a Kimberly, quien se levantó temblorosa de la silla.

Kimberly, una vez libre, se acercó a Serena con ojos llenos de lágrimas y le susurró al oído: —Haz lo que sea necesario.

Mientras Anamelech mantenía su mirada fija en Serena, ella inhaló profundamente. La pelinegra pudo ver de reojo como Sebastian tomaba del brazo a su madre, y la sacaba del lugar.

La pistola en la mano de Anamelech temblaba ligeramente mientras apuntaba hacia Serena, sus ojos centelleando con un malévolo placer. La bodega parecía encogerse alrededor de ellos, como si el peligro estuviera concentrándose en ese preciso momento.

— ¿Crees que dudaría en dispararle a mi propia hija si eso garantiza que cumplas tus promesas? —preguntó Anamelech, su voz baja y amenazadora resonando en la bodega.

Serena, con la mirada fija en la pistola apuntándole, sentía la frialdad de la amenaza, pero la chispa de determinación en sus ojos no se apagó. —Haz lo que quieras, pero sé que, de alguna manera, esto te perseguirá.

Anamelech sonrió con desdén. —La valentía no puede protegerte de todo. Ahora, es hora de que cumplas tu parte del trato.

—Creí que este trato había acabado hace mucho.

—Has demostrado ser una fuente constante de problemas, Serena. Pero, ¿crees que realmente puedes cambiar el destino que te espera? —Anamelech habló con una calma fría, como si estuviera disfrutando cada momento de su poder sobre ella.

Serena, con la mirada fija en el arma que la amenazaba, tragó saliva, pero su determinación interna no flaqueó. — ¿Realmente matarías a tu propia hija? —preguntó, buscando cualquier fisura en la fachada imperturbable de Anamelech.

Una sonrisa maliciosa se formó en los labios de Anamelech. —La lealtad a veces requiere sacrificios.

Antes de que Serena pudiera responder, el sonido de un disparo llenó la bodega. La bala cortó el aire con un silbido agudo, y un instante después, Serena sintió un dolor agudo en su costado. Un grito escapó de sus labios mientras se doblaba por el impacto. La bala había encontrado su blanco.

En ese instante, un golpe hueco se escucho en toda la bodega y antes de que Anamelech pudiera reaccionar, se encontraba rodeado del FBI.

— ¡FBI! ¡Baje el arma ahora! —ordenó el agente Hills, su voz llena de autoridad.

Anamelech, momentáneamente desconcertado por la intervención inesperada, apretó los dientes con furia y dirigio su miarada hacia Serena, que se encontraba en el suelo con la mano en su costilla, intentando detener la hemorragia.

—Fin del juego, bitch—murmuro apenas en un susurro la ojiazul.

Anamelech miro a Serena, y en ella pudo ver demasiado de él. Sin embargo, obedeció, soltando la pistola al suelo con un estruendo metálico.

—Nicholas Orlovsky queda usted bajo arresto por homicidio en segundo y tercer grado y conspiración contra el presidente de Los Estados Unidos. Tiene derecho a guardar silencio, todo lo que diga puede ser utiizado en su contra en un tribunal—el agente Hills colocó las esposas en el ojiverde—. Tiene mucho que agradecerle a la señorita Diheart, todo esto fue su plan. ¿De verdad creyó que vendría sola?

Serena, aún recuperándose del impacto de la bala, observaba la escena con ojos entrecerrados, ella había ganado.

Y con ese penamiento, se dejo envolver por la oscuridad.

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