Capítulo III

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—Ha sido un verdadero placer conocerte —dibujó Abraham una afable sonrisa—. Eres una linda jovencita, Cristina.

Ante una persistente desatención a otra muestra de galantería, Helena hincó las costillas de su hija. Fanny respingó, entendiendo de inmediato. La joven Díaz devolvió el halago con un curves de sus labios, que esa mañana se pintaban del rojo más intenso. El veterano transfirió su atención de hija a madre. Encorvado como estaba, se apoyó sobre un fino bastón de madera e intentó mejorar su postura, evidenciando al instante los centímetros de altura que les ganaba a ambas mujeres.

—Y qué puedo decirle a usted Helena. Verla es un deleite. Admiro cómo las mujeres pueden preservarse lozanas y bellas; muy diferente a lo que sucede con los hombres. Yo me siento más viejo e impedido.

—Qué cosas dices, Abraham —le tuteó, con un rubor en las mejillas que pronto se expandió por todo su rostro.

El sutil airecillo que refrescó coaccionó a que los mechones sueltos de ambas féminas se contonearan igual que seductoras cintas negras y amarillas. Cruz Helena, perfeccionó la media moña de su cabello y regresó con una sonrisa hacia Abraham. Parte de su rostro estaba expuesto al toque caluroso del sol; y pese a la visible incomodidad, ella no dejó de mantener un buen temple cada vez que Hoffman la enfocaba. Su dicha era evidente.

—Espero que tu viaje desde España no haya sido muy cansado. Tengo entendido que el vuelo tuvo un retraso.

—El avión aterrizó a las tres de la madrugada. Debo reconocer que el cambio horario es el principal responsable de mis achaques de esta mañana.

—Es comprensible. La primera vez que fuimos a Europa nos acostumbramos al horario hasta una semana después. Los primeros días casi no los disfrutamos. La pasamos encerrados, con náuseas y dolores de cabeza. ¿Te acuerdas, Fanny?

Fanny asintió positivamente a la pregunta, esperando que fuera la respuesta correcta. Se percató que no había salido victoriosa cuando recibió un mal gesto de su madre. Evadiéndola, tomó su vaso y refrescó su garganta con un poco de agua. Al regresarlo, notó que sus manos ya no temblaban y que sus dedos podían flexionarse sin dificultad; muy diferente a lo que había sucedido un cuarto de hora atrás, cuando sus dedos habían batallado por coger el bolígrafo y firmar.

—¿Te sientes bien, Cristina? —le interrogó, Abraham—. Estás un poco pálida, puede ser que el bochorno te esté sofocando. Si quieres podemos regresar al salón.

—Estoy bien— murmuró apenas, hundiendo la vista en el pobre paisaje que se extendía debajo de ellos.

Un simple edificio de dos pisos parecía haberse perdido en medio de un infinito campo verde carente de sombra y vegetación; demasiado insulso para gozar del prestigio que poseía. Ni una sola avecilla se había escuchado esa mañana. Todo ser parecía odiar aquella hibridez entre grama y concreto, tanto como ella lo hacía.

Queriendo evitar otra pregunta, Fanny se alejó de la mesa alta y se acercó al límite del segundo piso. Desde ahí, fingió interés por las hileras de florecillas que parecían haber salido hace poco de su capullo. Se profesó bien al sentir los rayos de sol calentando su cuerpo. Al fin sentía otra cosa ajena al dolor.

—¡Abraham, brindemos de nuevo! —propuso Cruz Helena—. Gocemos de la futura unión de nuestras familias. Sólo cosas buenas vendrán de ahora en adelante.

Fanny, que no estaba lejos de ellos, escuchó el ruido de los vasos al chocar. Exhaló con pesadez. Si fuera un poco más débil, ya se hubiera dejado seducir por los murmullos de la altura y la adrenalina. La distancia de un piso a otro no era mucha; con suerte podría tirarse e inducirse en un coma eterno. Al menos, esa sería una forma honorable de celebrar su próximo matrimonio.

Amor Forzado (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora