Capítulo XX

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El tiempo fue transcurriendo muy de prisa. Cuando Liam se permitió ver el reloj de su muñeca, había pasado una hora desde que se sentaron a la mesa. Envuelto por un aire refrescante, cerró los ojos y se dejó seducir por el arrullo de la naturaleza. El sol yacía todavía en lo alto. Los pájaros irrumpían con sus cánticos cautivadores y de vez en cuando rivalizaban con los graznidos de los patos. Las hojas del árbol de tamarindo bajo el que se resguardaban, danzaban al compás del viento para luego desprenderse y caer en cualquier parte. Todos los elementos mezclados le transmitían una paz que era muy apreciada por él.

Dio luz a sus ojos y contempló el terreno que se extendía detrás de la casa. Después de la mesa de picnic continuaba un amplio espacio cubierto por hierba. Ésta, no era tan grande como para impedir el paso a un aventurero explorador; pero, sí estaba lo suficientemente crecida como para tragarse las gallinas y los pollitos que se adentraban en ella. Liam dejó de observar el idílico paisaje cuando su nombre surgió en la conversación que suscitaba en la mesa.

—¿Ir a cortar qué?

—Mandarinas —le contestó Ana María—. Vamos a ir todos, pero será mejor que nos dividamos en dos grupos, ya que los palos están regados en extremos opuestos y casi al final del terreno.

—¿Mandarinas? —volvió él, incrédulo.

—Estamos en plena temporada —comentó Fanny—. Acá nos gusta mucho. Las formas más tradicionales de consumirla son en ensalada y en refrescos.

—Así es —la secundó Ana—. Mi mamá ha estado antojada de mandarinas y creo que nos vendría bien un poco de actividad física a todos. ¡No perdamos el tiempo y vámonos! —exclamó entusiasmada.

—Un momento...

—Amor, no seas tan quisquilloso.

Liam la oteó de hito a hito. Le resultaba extraño escucharla acreditarle apelativos cariñosos. Sabía por qué Fanny lo hacía; sin embargo, no estaba acostumbrado a ellos. No le había permitido a ninguna mujer llamarle así, a excepción de su madre. Ese grado de intimidad falso lo hacía sentirse incómodo; aunque, no llegaba a molestarle como pudo suponer en un principio.

—De acuerdo —terminó aceptando, levantándose de su tranquilo reposo.

La joven Díaz se separó un momento de él para tomar el balde verde que Ana María le ofrecía. A continuación, regresó sobre sus pasos, lo tomó del brazo y juntos se hicieron camino por la hierba.

*

*

Habían iniciado el paseo todos juntos, con excepción de Juan Alberto, quien manifestó dolor de estómago luego del abundante almuerzo. Estela quiso quedarse con él; pero el señor, tozudo, alegó que con una buena siesta se le iría todo mal. El grupo así se redujo a cuatro. Sin padecer de cansancio recorrieron medio kilómetro hasta llegar a un frondoso palo de hule. Se detuvieron ahí y acordaron que las parejas retornarían a ese lugar dentro de hora y media. Con esta resolución, Ana y su mamá partieron hacia el oeste, mientras que Fanny y él se dirigieron al este.

Los trechos limpios de árboles los tenían que pasar con los ojos entrecerrados, ya que los rayos de sol eran tan intensos que no podían ver el horizonte. Liam ya sudaba. Él bajó la cabeza y observó la franela blanca que lo cubría. Descendió un poco más y repasó los pantalones jeans desgastados y las botas lodosas que en mejores tiempos debieron de ser de color negro. Tenía que reconocer que habría sido una mala idea apegarse a su capricho de usar su ropa; aunque, no terminaba de aprobar su deslucida vestimenta actual.

Las lluvias de días anteriores dejaron grandes charcos que les eran difíciles de saltar o rodear, por lo que al atravesarlos se enlodaban hasta la pantorrilla. Liam actúo rápido al advertir un quejido de Fanny. La tomó por la cintura centímetros antes de que su cuerpo se encontrara con la maleza.

Amor Forzado (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora