Capítulo 68

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(traducido al español por las queridas Anneth y Nuria)


El sonido del golpe de la puerta al cerrar lo sacudió con tal intensidad que hizo que se sacudiera.

Le tomó solo unas pocas zancadas llegar hasta la puerta cerrada. Se aferró a ambos lados del marco de la puerta, y sintió que la madera absorbía la fuerza de su agarre. Apoyó su frente en la puerta; los músculos de su mandíbula se tensaron en un intento por contener su ira. Dejó salir el aire por su nariz.

"¡Mujer, estás loca!", le gritó a través de la puerta.

Se quedó allí por algunos pocos segundos y después enderezó su cuerpo y se alejó sin esperar por una respuesta. Sin mover la maleta de donde ella la había arrojado, salió.

Todo lo que Candy escuchó fueron sus pasos alejándose. La puerta de la cabaña abriéndose y cerrándose.

Silencio...

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Más que nada, un silencio de enojo había llenado el espacio entre ellos, era una tormenta sin sonido, y todo lo que de alguna manera debería decirse continuaba apilándose tras las paredes que los dos, Candy y Terry, habían elevado para evitarse mutuamente, a toda costa.

Aquel miércoles por la tarde, tras haberle cerrado la puerta en su cara, Terry dejó la cabaña con su ira pendiente solo de un hilo. No quería que se rompiera ese hilo, por eso se fue. Podría haber roto esa puerta y haberla aferrado, y...

Como un carrete de una película, los fotogramas de él entrando a la habitación se repetían en su mente. Observaba las palabras que diría, los movimientos que haría; cómo su corazón podría apoderarse de él como su amo haciéndolo moverse, convirtiéndolo en una marioneta bajo su mando, y ella llenaría completamente su campo de visión hasta que no quedara nada más que ella, frente a sus ojos hambrientos;

Y cada vez, sin importar cuántas veces, el visionaba la misma escena, que terminaba de la misma manera, con las burbujas de su ira transformándose en vapor, tan caliente, que haría que los dos se quemaran en el momento que él la tocara, la besara, la abrazara.

Él gruñó. Odiaba cómo Rose lo hacía sentir, empujándolo a sus límites; la deseaba, quería conquistarla, borrar cualquier otro hombre que hubiera existido en su vida durante aquellos diez años de separación, quería hacerle repetir su nombre una y otra vez, hasta que se volviera tan familiar en sus labios como el aire que respiraba; pero aun así, extrañaba a Candy, a la chica que conoció, a la que vio brevemente y sintió a su lado en la cama del compartimento del vagón, justo la noche anterior. Casi que lamentó haberla perdido desde el momento en que puso un pie dentro de aquella maldita Galería. Como Hamlet, sentía que descendía a la locura. Tenía que aceptar que el tiempo había avanzado para los dos. Él no era el Terry que ella había abandonado en las escaleras del hospital, y ella no era más aquella Candy. En aquel mes, desde el lanzamiento en la Galería se había dado cuenta de que, en su intención de acercarse a Candy, se estaba enamorando desde un comienzo de Rose.

Sus pasos largos y apresurados, apagaron la mecha de su ira mientras caminaba hacia el pueblo principal de Castlebay y puerto de la isla. Con cada bocanada de aire que tomaba la brisa del Atlántico golpeaba contra su cara, agitando su cabello. Sentía que la tensión se disipaba en el aire, como el polvo del amplio camino rural, mientras se acercaba al pueblo.

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Cuando regresó, casi estaba oscuro. En lugar de encontrar refugio dentro de un pub, en donde dejaría como en otras ocasiones que sus pensamientos se empaparan en una gran cantidad de alcohol, se había sentado en una silla del puerto de Castlebay. No era un hombre que actuara por impulsos, pero mientras estaba sentado allí, viendo los veleros, y las velas blancas que ondeaban entre el cielo azul y el profundo azul del mar, pareciendo aves marinas, se levantó, se acercó hacia un pescador que estaba en el puerto y le preguntó si había alguno de esos pequeños veleros disponibles para dar una vuelta a la bahía.

La rosa escarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora