Prólogo

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(traducido al español por las queridas Anneth y Nuria)

Ella recordó el frío del invierno calándole los huesos. La oscuridad de la noche rota en mil pedazos por la imparable cascada de copos de nieve que caían desde el cielo. El viento implacable y castigador, golpeándola desde todas direcciones. Su rostro ardientemente enrojecido, parecía un hierro caliente. Corría sin pensar.

La peor tormenta de nieve en la historia de Nueva York, durante los últimos diez años, también podría estar ocurriendo dentro de su mente, porque todo se había sacudido en ella, sentimientos, pensamientos; todo en una violenta caída que estaba quedando bajo una fuerte nevada, debido a lo que había experimentado hacía apenas una hora. Las lágrimas hacían que el interior de sus ojos se sintiera dolorosamente fríos.

Y entonces ella dejó de correr. Sus rodillas no podían sostenerla por más tiempo. Se derrumbó sobre la nieve como una muñeca de trapo.

Podía escuchar el eco de sus pasos, corriendo tras de ella, en el silencioso pasillo del hospital. No tenía corazón para enfrentarlo. Valentía. Él le gritaba que esperara. Nunca había sonado más desesperado que en ese momento.

Él ya no era suyo. Antes lo había prometido a aquella joven angustiada que apenas conocía, pero a la que había salvado de bucear hasta su muerte desde la azotea, esa misma noche. Dos grandes ojos azules perdidos, mirándola desde su lecho de enferma. Su decisión. Renunciar al amor, a cualquiera de los tiernos sentimientos que ella tenía por él, a los sueños, a todo. Terminar la relación. Terminar el cuento de hadas. Terminar todo. Hacer la maleta e irse. Dejarlos estar, a ella con él. Porque el destino los había unido. No le quedaba nada más por decir, no había ninguna objeción posible.

Así que se marchó. Cerró la puerta detrás de ella. Recobró su compostura. Su alta figura de pie, solo, en el desnudo y pálido pasillo, lo hacía parecer aún más solitario. Incluso más impotente. Ella recordaba aún la dolorosa opresión de su pecho. La sensación de algo atascado en su garganta, algo pesado como una roca. Miró por última vez sus ojos fijos en ella. Un solo adiós abandonó sus labios. Su caminar se convirtió en una carrera acelerada. Pronto, las escaleras se convirtieron en un tobogán. Ella estaba casi volando, sintiéndose aún más frenética. Atravesó las puertas del hospital como si fuera una bala. Pero los brazos de él, que se cerraron alrededor de su cintura, la detuvieron. Detuvieron todo. La tormenta de nieve, el viento, los dos corriendo. Todo lo que existía estaba entre esos brazos. Ella acopló sus manos a las de él. Él la atrajo hacia sí. Sosteniéndola tan fuerte contra su pecho, que ella podía sentir su calor extendiéndose sobre su espalda. Su rápido latido del corazón coincidía con el de ella.

"Solo un poco más de tiempo... quedémonos así"

Ella sintió su aliento en su cuello, mientras él rogaba que el tiempo se detuviera. Su profunda voz resonó cerca de su oído. Se quebró cuando habló. Sus labios rozaron la suave piel. El momento en que se dio cuenta de que él estaba llorando, ella nunca podría olvidarlo. Él la amaba. Las lágrimas brotaban también de sus ojos, tallando su propio camino en su cara. Ella le apretó las manos. Ella lo había amado desde la primera vez que posó sus ojos sobre él.

"Prométeme que serás feliz Candy...",

Luchó por sonar sereno. Su abrazo alrededor de ella se hizo más fuerte. ¿Podría él engañar al destino?

"Lo haré Terry...", respondió ella y giró su cabeza ligeramente hacia él.

"Por favor prométeme lo mismo"

La angustia había comenzado a notarse en su voz.

"Lo haré Candy..."

Ella apretó sus manos una vez más, y luego las apartó para romper el abrazo sobre su cintura. En toda su vida, este sería uno de los gestos más difíciles que tuvo que hacer. Dejarlo ir...

"Adiós Terry...", dijo una vez más y corrió.

Ella agradeció la pesada nevada que hizo difusa su figura, haciéndola desaparecer de su vista a unos pocos metros de donde lo dejó parado. Sollozos incontrolables se apoderaron de sus pulmones.

Ella todavía recuerda sus brazos alrededor de su cintura. Su voz quebrada. Sus lágrimas. La promesa. Diez años habían pasado desde entonces. Su ruptura aparecía en sus pesadillas a veces, pero se quedaba allí. Ya era hora de que ella fuera feliz. Vivir como si no hubiera mañana. Desechar las consecuencias. Dejar de ser la víctima. Después de todo, había una promesa que estaba decidida a cumplir.

La rosa escarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora