Capítulo 2

1.3K 127 42
                                    

Terry se movió en la cama, enterrando la cabeza debajo de la almohada, gruñendo ante el insistente sonido del despertador. No debía haber dormido más de tres horas. Para empezar, nunca había sido de sueño fácil, de hecho, no podía recordar cuándo fue la última vez que tuvo una buena noche de sueño, pero estaba seguro de que tenía que haber sido muchos años atrás. Sin embargo, este último año, desde que Susana había muerto, el insomnio lo torturaba todas las noches. Sus garras se habían clavado en su mente, desde donde surgieron los recuerdos, con un sabor agridulce, de otro tiempo, con otra chica, en el pasado, cuando todo parecía posible.

Nunca fue el mismo desde que la relación con la persona que amaba terminó de una manera tan finita y abrupta, pero con el tiempo, el dolor por la ausencia de Candy en su vida se adormeció, hasta el punto de que se acostumbró a vivir con él día tras día. Casi se cumplían diez años ya. El dolor en su interior siempre le recordaba que estaba vivo. Porque, aparte de la satisfacción temporal que el teatro le daba, esa sensación se quedó de manera permanente, convirtiéndose en la base de su vida y de sus sentimientos.

Estiró el brazo y golpeó la parte superior del despertador. El sonido enloquecedor se detuvo y suspiró aliviado. Se levantó, se puso el pantalón negro del pijama sobre su cuerpo desnudo y trastabilló hacia el baño, sujetándose la cabeza; Podía sentir la resaca perforando sus sienes con la misma frecuencia con que el despertador lo sacó del mundo de los muertos.

Había estado fuera la noche anterior en uno de sus bares habituales. Una hermosa morena puertorriqueña se le insinuó descaradamente cuando estaba bebiendo solo, pero no estaba de muy buen humor en ese particular momento.

No es que no hubiera tenido sexo, incluso cuando Susana estaba viva. Puede que hubiera estado al lado de su prometida durante diez años, pero en realidad, a pesar de que deseaba profundamente sentir algo romántico o al menos un destello de deseo hacia ella, lo único que sentía era el insuperable sentido del deber hacia ella. No solo había perdido físicamente una extremidad para salvarlo de la muerte, sino que ella misma estaba dispuesta a saltar hacia su muerte, si él se alejaba de ella. Nunca la culpó. Aunque se culpó a sí mismo por no cortar de raíz ese enamoramiento enfermizo por él, desde el momento en que comenzó a materializarse. Sin embargo, después de una década, incluso esos pensamientos de culpa habían disminuido. No cumplían ningún propósito aparte de empujarlo a la locura. Nunca la tocó de la forma que un hombre toca a su amada, ni siquiera cuando ella anhelaba silenciosamente su contacto. Sus ansias se calmaron con el sexo casual que muchas mujeres estuvieron dispuestas a darle. Él era sincero y honesto al respecto. Placer por el placer, experimentado entre dos adultos que lo consentían durante algunas horas, una noche, o incluso un par de noches, pero no más que eso. Nunca había estado buscando una amante estable, lo que sería otra relación problemática en su vida.

Se miró en el espejo e hizo una mueca ante su aspecto terrible. Parecía cansado y privado de sueño. Su rostro adulto había perdido la redondez de su juventud, dejando unos pómulos altos y una mandíbula bien definida, mientras que sus ojos azules se veían más grandes, más intensos, a pesar de verse vacíos fuera del escenario. Se pasó los dedos por el cabello, tratando de domar sus mechones rebeldes. Tiempo atrás, durante su fase de adolescente rebelde, mantenía el cabello largo, a pesar de la abierta desaprobación de su padre y la insistencia del colegio para que lo mantuviera en una cola de caballo en todo momento. Ahora lo mantenía corto a los lados, más largo en la parte superior, y de alguna manera se sentía mejor por ello, desprendiéndose de algo que lo conectaba con la vida que quería olvidar. Se lavó y comenzó a afeitarse.

"¡MIERDA!", Gruñó.

Miró el corte sangrante en su mandíbula, sintiendo que la sangre le comenzaba a hervir. Ciertamente estaba de mal humor hoy. Terminó de afeitarse y se limpió la cara.

Tenía el día para él solo, para estudiar Hamlet, la gran obra que iban a representar para la temporada de primavera. Robert estaba ansioso. A lo largo de los años, la compañía teatral había ido ganando fuerza gracias a la sabia gestión de Robert y las poderosas actuaciones de Terry. No estaba de humor para leer hoy, pero tenía que hacerlo, de lo contrario sufriría los continuos reproches de un súper estresado director.

Entró a la cocina, se preparó una taza de café negro y fuerte, y se dirigió a su estudio, para desenterrar la obra de donde la había tirado hacía una semana. No solo estaba luchando contra el insomnio, sino que también estaba pasando por un período de molesta distracción, con su cabeza cada vez más ocupada en otros asuntos, por lo que era frustrante para él concentrarse en las cosas del día a día.

Miró su descuidado estudio, mientras pensaba que realmente necesitaba organizarse. Dejó escapar un suspiro, y puso la taza de café en su escritorio, mientras comenzó a buscar sus papeles. Maldijo, mientras el tiempo pasaba en una infructuosa búsqueda, hasta que miró el alto y ancho cajón de su escritorio. Deseó en silencio que su búsqueda terminara pronto. Abrió el cajón y comenzó a revolver los papeles que estaban en su interior. Metió su mano más adentro y la sacó con un paquete de papeles. Sus ojos se iluminaron, e irrumpió en una sonrisa.

"¡Gracias a Dios por esto!", Exclamó con alivio en su voz.

Se puso de pie y, sin apartar los ojos de los papeles que tenía en la mano, colocó el paquete sobre el escritorio, demasiado cerca de la taza de café, empujándola por casualidad hacia el cajón abierto. Su mirada se transformó en ira en cuestión de segundos.

"¡MADITA SEA!", gritó.

Se apresuró a la cocina y regresó con una toalla, secando el café derramado en los papeles mojados. Comenzó a vaciar el cajón al mismo tiempo que lo secaba. Hizo esto hasta que casi lo desocupó por completo. Se arrodilló y su mano llegó hasta el fondo por una última vez, para recoger los trozos de papel pegados en la parte posterior. Los sacó y volvió a mirar dentro del cajón. Sus ojos se agrandaron y un brillo de asombro brilló en ellos.

En el fondo de su cajón, detrás de todos aquellos papeles, estaba la armónica que Candy le había dado en el colegio, para alentarlo a dejar de fumar. Ella había fracasado miserablemente, pero él lo había intentado en aquel momento. La sacó y se la llevó a la altura de los ojos, mirándola. La volteó entre sus dedos, sintiendo su superficie de metal. Se había preguntado dónde estaba. Había dejado de tocarla durante años. Cada vez que la tocaba, después de que Candy se había ido, surgían recuerdos dolorosos, borrados por el licor, hasta que perdía el conocimiento. Se preguntó si tocarla ahora lo haría sentir de esa manera.

Pasó el dedo índice sobre sus aberturas. Respiró hondo, se llevó la armónica a los labios y sopló. Un triste sonido salió. Esperaba que la piel se le erizara y así fue, pero lo que siguió fue una intensa sensación de anhelo, un deseo de verla frente a él nuevamente. Las imágenes de ella en su cabeza se volvieron más luminosas que nunca, burlándose de él como si estuvieran vivas.

¿Tenía derecho a hacer eso? Entrar de nuevo en su vida de repente, sin haberle enviado en todos estos años una palabra, ¿mientras estaba ocupado escribiendo en su habitación todo ese tiempo? La mitad de los papeles almacenados en su cajón consistían en cartas medio escritas o completadas sin enviar, en el presente ya eran casi como un diario. Suspiró, dándose cuenta de que había entrado en la misma urdimbre de pensamientos a los que llegaba de vez en cuando, desde que Susana había muerto. Colocó la armónica en el suelo, recogió la obra y comenzó a leer. Puede que Hamlet se hubiera preguntando "ser o no ser", pero en la mente de Terry, la pregunta era si finalmente reuniría el coraje y enviaría una carta. "Escribir o no escribir"... ese era el dilema.

La rosa escarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora